Juan Arturo Brennan
In memoriam Anton Bruckner (1824-1896)

Con la desmemoria histórica y musical que nos caracteriza, acostumbramos esperar a que un compositor se muera o que se cumpla algún centenario de su nacimiento o muerte para recordarlo. En este 1996 toca el turno a Anton Bruckner, el gran sinfonista austriaco muerto en Viena hace cien años. Dadas las circunstancias de la vida y las características de la música de Bruckner, sería válido pensar que así como en la década de los sesenta se inició un repunte asombroso de la fama y el prestigio de Gustav Mahler (1860-1911), tarde o temprano se daría un renacimiento de Bruckner en cuanto a la apreciación del público por sus obras. Sin embargo, esto no ha ocurrido, y la explicación más evidente de ello tiene que ver, por una parte, con el hecho de que Bruckner compuso fundamentalmente música pura, sin las asociaciones literarias, religiosas y filosóficas de su alumno y admirador Mahler; por la otra, con las dimensiones aparentemente gigantescas de sus sinfonías. Ambos argumentos en contra de Bruckner pueden ser fácilmente rebatidos.

Las majestuosas sinfonías brucknerianas no necesitan de apoyos narrativos para hacerse entender; sólo hace falta escuchar con un poco de paciencia y ánimo explorador para hallar en ellas innumerables momentos de gran belleza y profundidad expresiva, al margen de cualquier historia extramusical. Y si existe en muchos melómanos la disposición de escuchar larguísimas óperas (wagnerianas o de otras) de varias horas de duración, ¿por qué no hacer el esfuerzo por escuchar las sinfonías de Bruckner, cada minuto de las cuales es indispensable para la magna arquitectura de su pensamiento sonoro?

De origen humilde y estirpe campesina, Bruckner se preparó primero como maestro de escuela y más tarde como músico. De hecho, pasó varios años realizando las arduas labores de maestro rural en diversos pueblitos de la campiña austriaca. Comenzó a destacar como organista improvisador y suplió con empeño su falta de genio, dedicando largos años al estudio de las materias teóricas y desarrollando al mismo tiempo una extraña compulsión por presentar y aprobar exámenes, y por obtener diplomas, medallas y reconocimientos. A esta manía se añadieron, en sus últimos años, algunas otras como la necrofilia, la numeromanía, el irreprimible impulso de revisar sus obras una y otra vez, y una obsesión religiosa que sin duda tuvo mucho que ver con su vida célibe y reprimida.

Una vez dominada la teoría, Bruckner comenzó a transitar por los arduos caminos del compositor incipiente. Tuvo que luchar contra la hostilidad generalizada hacia su música, y contra las orquestas, los públicos y los críticos de Viena, quienes nunca le perdonaron su franca admiración por Wagner en territorio de Brahms. Con obstinación admirable, Bruckner se enfrentó a estos y otros obstáculos, y al final de su vida había obtenido un cierto reconocimiento de público y crítica, así como la admiración de algunos músicos de mentalidad avanzada como Gustav Mahler y Hugo Wolf. Sin embargo, fuera del mundo germánico sólo Inglaterra y Holanda hicieron suya con cariño y respeto la obra de Bruckner, y si su noble y magnífica música no es muy apreciada por nuestros rumbos latinos, quizá se deba al hecho de que su lenguaje sonoro no es muy afín con el temperamento de estas latitudes.

Ahí queda, pues, el reto para los melómanos que no tengan miedo de hacer un esfuerzo extra para acercarse a Bruckner y su música; es un esfuerzo cuya recompensa es realmente rica y de gran amplitud. Porque además de once sinfonías de gran calibre (las nueve numeradas que conocemos convencionalmente, más otras dos anteriores a éstas), el catálogo de Bruckner nos ofrece otras obras dignas de atención. Por ejemplo, sus tres grandes misas, obras maestras del repertorio romántico de la música sacra. O sus numerosos motetes, entre los cuales hay algunas verdaderas joyas, así como un Requiem y un Te Deum muy sólidos. Y en el campo de la música de cámara, una auténtica obra maestra: su Quinteto de cuerdas, de concepción casi sinfónica. Hay además un Cuarteto de cuerdas que, si bien es menos logrado, también tiene momentos muy estimables.

La audición de estas y otras obras de Bruckner permitirá al oyente descubrir una sólida base en la polifonía renacentista, una gran capacidad para transformar el esplendor barroco en expresión romántica, un respeto singular por Beethoven y Schubert, las raíces de la música folklórica austriaca, una profundidad contrapuntística única, una orquestación lujosa y densa, una atención rigurosa a la forma y, englobando todos estos elementos, una visión religiosa trascendente que nos recuerda que Bruckner componía, ante todo, a la mayor gloria de Dios.

Será interesante conocer lo que nuestras instituciones musicales tienen preparado para recordar a Bruckner durante 1996, el año de su centenario luctuoso. Pero más interesante será enfrentarnos al singular placer de escuchar su música en cualquier fecha, sin esperar una de estas artificiosas efemérides que en muchas ocasiones no son sino pobres excusas con las que tratamos de disculpar nuestros olvidos. La música de Anton Bruckner merece nuestra atención comprometida este año, como también la ha merecido antes y como sin duda la merecerá de 1997 en adelante