La competencia, que se ha extendido como algo maligno en nuestra vida en todos sus ámbitos --en el académico; en el obrero, donde se le conoce como competitividad, un eufemismo para lo que cada vez más es una especie de código selvático--, tiene su respuesta inmediata en el deporte: en un momento sabemos quién gana y quién pierde. Quizá por ello la justa deportiva, a cualquier nivel, es una gran pasión popular. Algunos de nuestros dramaturgos se han visto tentados por el tema para construir diferentes metáforas (el propio Leñero con Pelearán diez rounds, Rascón Banda en Máscaras contra cabelleras, Julián Pastor con Cumbia llanera o Antonio Serrano en Café americano, por citar a los que acuden a la memoria) que coinciden en marcarnos con la derrota. La pasada Olimpiada confirmó que, a pesar de contar con deportistas de grandes posibilidades, el sistema no les brinda todos los apoyos, con una autocomplacencia que podemos irradiar hacia todo lo que somos y vivimos. Es una lástima que Los perdedores no se haya estrenado durante la Olimpiada del Centenario, aunque lo reciente de nuestra debacle deportiva todavía le da gran vigencia.
Vicente Leñero ofrece una serie de pequeñas estampas insertas en varios deportes sin ofrecer conclusiones, aunque la primera derrota, la del periodista Lorenzo, en la que sí hay un campeón boxístico, nos hace un guiño de malicia dramatúrgica para advertirnos de las posibles extrapolaciones hacia otras derrotas --y el desempleo es una gran derrota-- en nuestro mundo, amén de lograr un apunte de los abusos del poder hacia la prensa en provincia (¿sólo en provincia?). Lo mismo le ocurre a Gus, el excelente basquetbolista que sufre su gran derrota por motivos extradeportivos, también abuso del poder. Podríamos seguir enumerando las posibilidades de cada pequeñísimo acto, librados todos de ser simples sketches porque los personajes aparecen con vida propia e historias anteriores a las que les vemos, pero baste decir que hay una gran realidad social o amorosa o familiar detrás de la realidad fugaz que se nos presenta. La misma que existe detrás de triunfo o derrota, tan instantáneos, de cualquier justa deportiva.
Aparte del interés intrínseco en el texto de Leñero, existen otros en esta escenificación. El primero, ver la imaginativa dirección de Daniel Giménez Cacho, que debuta en estos menesteres. Desconozco el original, pero entiendo que Giménez Cacho suprimió una escena, aunque ignoro las razones que tuviera para ello. Pero sé que introdujo un personaje mudo, el encalador manco que en sí mismo es una imagen derrotada, en el cual se puede atisbar una vieja historia de deportista mutilado y vencido por la vida. También que el cuadro de los corredores fue descompuesto por el director en una carrera interminable que liga y puntea a los otros cuadros. El efecto no puede ser más afortunado: si se empieza con un desfile orgulloso y atlético, se termina con el marchista agotado y definitivamente perdedor que sólo piensa: ``Tengo que ganar'', lo que refuerza todo el contexto de la obra.
Por otra parte, el trazo escénico es excelente, con el apoyo que conjuntamente le dieron María y Tolita Figueroa y Gabriel Pascal en cuanto a escenografía, vestuario e iluminación. Giménez Cacho no desdeñó ninguna asesoría, y junto a la actoral que le diera Alberto Lomnitz están las indispensables de diferentes entrenadores del deporte, lo cual es muy sano porque ofrece un espectáculo redondo, cuyo diseño general, empero, se le debe por completo.
De los diferentes cuadros, el que me pareció entrañable fue el del partido llanero de futbol, no sólo porque allí se reconstruye una historia muy popular, sino por la presencia de esos dos excelentes actores que son Jorge Zárate y Silverio Palacios, ambos muy bien en todas las escenas en que intervienen, pero que aquí sostienen un encuentro de gran poder actoral. Emilio Echevarría, también con un muy buen desempeño en diversos y pequeños papeles, excelente y conmovedor como el tío Sergio. Rubén Cristiany, como el encalador, y los demás actores del reparto, muy justos en lo que se les pide.
Hay un dato que es importante señalar: por primera vez, y previo permiso especial, dentro de un espectáculo teatral se consiguió mostrar nuestra bandera completa, con todo y su escudo, y entonar el Himno Nacional. Esto es casi un hito, por lo que se pide al público que al escuchar el Himno se ponga de pie, cosa que los mexicanos siempre hacemos y máxime --en un estreno los invitados solemos ser gente de teatro-- que entendemos lo peculiar de la situación. Como nunca falta un negrito en el arroz, cuatro hombres jóvenes ignoraron Himno y petición y continuaron sentados; que no se trataba de personas que pertenecen a alguna de las confesiones que por razones religiosas no acceden a ello, estaba confirmado porque bebían del cuello de la cerveza que se había repartido, por lo que advertimos que era una clara provocación. Ojalá que en las funciones siguientes llegue un buen y noble público que disfrute de este muy disfrutable espectáculo que nos habla del deporte y también de otras derrotas