Diariamente los medios de comunicación dan cuenta de la convulsión social que vive el país. Marchas, manifestaciones, protestas, enfrentamientos, bloqueos diversos y otros actos, a veces violentos, relacionados con la inconformidad de una sociedad atrapada y entrampada en el torbellino creciente de la desigualdad y la injusticia.
Adormilada durante décadas, la sociedad mexicana protesta por donde quiera, y de mil maneras. (Vaya un ejemplo: hace días, un grupo de radioescuchas de lo que fue Rock 101 cerró Insurgentes Sur, en el Distrito Federal, frente al Núcleo Radio Mil, en protesta por el cambio de programación de esa radiodifusora.)
Para enfrentar esa insurgencia social, que al estrenar tonos y formas a veces desafina y tropieza, el sistema usa métodos desgastados, como la manipulación informativa, la mediatización de líderes y la división interna. Pero también, consciente como está cada vez más de la insuficiencia de sus tretas tradicionales, despliega con mayor frecuencia e intensidad la represión institucional.
En ese marco de nuevas estrategias frente a las turbulencias sociales, el Ejército mexicano está jugando un papel desusado. Para empezar, ha salido de sus cuarteles, unas veces asumiendo responsabilidades civiles en regiones altamente afectadas por la inseguridad pública y la delincuencia, y otras veces en cumplimiento de su responsabilidad militar, sobre todo en casos como el de Chiapas y el de Guerrero. Por otra parte, se asoma con mayor claridad en la franja de las decisiones políticas de la que se había mantenido celosamente distante, al menos mientras el poder civil había sido plenamente capaz de garantizar el funcionamiento del sistema.
Esa irrupción del factor militar significa por sí misma una prueba clara del nivel de descomposición al que se ha llegado en los mecanismos que durante décadas nos dieron una estabilidad cuestionable pero evidente. Pero también significa que los mexicanos hemos entrado a un plano peligroso, por cuanto pudiera ganar terreno la tentación de combatir la inconformidad social por la vía de la militarización, sin entender que en la base de las protestas están esencialmente la injusticia económica y la cerrazón política.
En ese sentido es importante la entrevista hecha por Blanche Petrich al subcomandante Marcos (La Jornada, 18 de agosto de 1996), en la que se analiza el proceso de militarización que se ha dado en nuestro país, no sólo en relación con levantamientos armados como el ocurrido en Chiapas, sino en otras zonas y circunstancias.
Contra qué insurgencia estaría levantándose la estrategia de la militarización, preguntó Blanche, y Marcos respondió: --Contra la de la sociedad, porque la única forma que hay de mantener el modelo económico que hay ahorita es a golpes y balazos...
Añade Marcos que la presencia militar ``está llenando el vacío de poder que dejan la corrupción y la ineficacia del gobierno''.
Es decir, estaríamos frente a tareas militares dedicadas no solamente a combatir las rupturas del orden constitucional, sino a desactivar y combatir expresiones sociales y políticas cuya atención correspondería exclusivamente al ámbito civil.
Un riesgo de tal tamaño no puede ni debe correrlo la nación. Las instancias civiles, particularmente las políticas, deben ser el camino único para la resolución de los disensos. La historia, y en particular la latinoamericana de décadas recientes, nos muestra el alto y prolongado costo causado por esas opciones.
Ciertamente, México vive hoy convulsiones sociales preocupantes, y el nivel de la protesta pública ha alcanzado dimensiones desconocidas, pero la nación tiene todavía la capacidad de resolver sus conflictos en las instancias civiles que le corresponden. De otra manera, nos veremos envueltos en una espiral de violencia que definitivamente nada bueno dejará a nadie.