El notable crecimiento experimentado por la economía nacional durante el segundo trimestre de este año es sin duda un dato alentador y positivo que permite fundamentar las expectativas de una recuperación económica y que, en el terreno político, puede convertirse en un factor de estabilización, en la medida en que otorga al gobierno del presidente Ernesto Zedillo un margen de maniobra mayor al que ha tenido hasta ahora.
El dato, sin embargo, debe ser matizado en dos sentidos. El primero es que este crecimiento opera en relación con una economía severamente disminuida por la profunda y grave recesión que ha sufrido el país a lo largo de 1995 y del primer trimestre de 1996. El segundo es que, para registrar un crecimiento neto respecto de 1994, el producto interno bruto deberá incrementarse, este año, más de 6.9 por ciento, que es la proporción en la que se contrajo durante el periodo anterior.
Al lado de esta buena noticia, el sector económico arroja un indicador preocupante: el crecimiento de la deuda externa, que en lo que va del presente sexenio ha sido de 15 por ciento, para pasar de casi 136 mil 500 millones de dólares a 158 mil 700 millones.
Es claro que la mayor parte de este incremento de la deuda se debe al rescate financiero al que México acudió en los primeros meses del año pasado, luego del desencadenamiento de la crisis de diciembre de 1994, y cuyo saldo neto fue un incremento de 13 mil 50 millones de dólares en la deuda externa del sector público.
Tomando lo anterior en consideración, habría que esperar que el indeseable crecimiento de la deuda externa sea, con todo, un fenómeno coyuntural, y que no habrá de representar una constante en lo que falta del sexenio actual.
Ahora que la economía empieza a presentar indicios de recuperación, cabría esperar, incluso, que se hagan efectivos los señalamientos presidenciales de que México debe depender más de su propio ahorro interno y menos de recursos extranjeros, y que el gabinete económico empiece a diseñar políticas para abatir el endeudamiento externo del país. En este sentido, sería saludable que México se fijara como meta para el año 2000 reducir sus créditos externos al nivel que tenían en 1994. Porque, como se ha demostrado en forma fehaciente en los últimos tres lustros, la deuda externa no sólo gravita de manera negativa en el desempeño general de la economía, para la cual representa una carga sofocante, sino que, en el terreno político, reduce inexorablemente los márgenes de soberanía nacional.
En buena hora, el arzobispo primado de México, Norberto Rivera Carrera, hizo un llamado general a la tolerancia religiosa en el país y al respeto entre diversos cultos.
Esta exhortación encomiable ad quiere una especial relevancia porque proviene de la institución que, históricamente, más ha promovido la intolerancia en el país y de la cual han surgido añejas prácticas de exclusión, especialmente en sectores rurales, las cuales en ocasiones han degenerado en cruentas confrontaciones.
El caso más conocido --que, por desgracia, dista mucho de ser el único,-- es el de San Juan Chamula, Chiapas, en donde los cristianos que profesan cultos no católicos han sido exiliados, perseguidos, hostigados e incluso asesinados por un núcleo de intereses políticoreligosos locales que ha manipulado la fe de la feligresía católica para cometer actos de intolerancia que lindan con la barbarie.
Ciertamente, la libertad de creencias y de conciencias debe ejercerse de todos hacia todos. Tanto derecho tienen los católicos a desarrollar su religión y a expresar sus puntos de vista como los creyentes de diversos cultos protestantes, los judíos, los budistas, los musulmanes, los practicantes de cultos de origen prehispánico o sincrético y los adeptos a las prácticas espirituales que suelen englobarse bajo la etiqueta de new age. Cabe suponer, en consecuencia, que las palabras del arzobispo dejan sin efecto las intolerantes exhortaciones emitidas en contra de esas prácticas por la propia jerarquía católica en meses pasados.
Finalmente, es oportuno reflexionar sobre el hecho de que el espíritu de convivencia y respeto obliga a condenar los peligrosos ejercicios de censura e intolerancia emprendidos por agrupaciones civiles de evidente orientación católica, autoridades municipales casi siempre panistas y sectores de la jerarquía eclesiástica, en contra de manifestaciones culturales o comerciales consideradas (por ellos) ''contrarias a la moral y a las buenas costumbres''. Es claro que en las sociedades modernas la moral pública es una construcción social necesariamente amplia, de la que ningún sector puede proclamarse depositario o guardián, y en cuyo seno debe haber cabida para actitudes religiosas, políticas, artísticas y sexuales necesariamente disímiles. Sería adecuado que, en congruencia con el llamado del arzobispo Rivera Carrera a la tolerancia, la Iglesia católica se deslindara de los mencionados ataques a la libertad, cuya proliferación lesiona el espíritu de tolerancia que debe imperar en México.