LA CIENCIA EN LA CALLE Luis González de Alba
El infantilismo mexicano

Diga usted ``Chuayffet''

En 1979 una de cada tres personas con postdoctorado en Estados Unidos eran nacidas en otro país. Esto significaba que la formación de un tercio de su fuerza de trabajo científica sólo le costó el precio de la mica con la autorización de trabajar. Y hasta eso se cobra al inmigrante. Pero en 1990, con las reformas a las leyes de inmigración, los postdoctorados nacidos en el extranjero llegaron a la mitad, y el total subió de 18,000 a 33,000, afirman Tobias, Chubin y Aylesworth en The Sciences 36, 4. En México, la Secretaría de Gobernación y sus despectivos burócratas ponen todos los obstáculos imaginables al ingreso de trabajadores calificados y de los raros científicos que desean establecerse aquí (por razones que no logro imaginar). Cuando llegó a esa Secretaría un hombre cuyo impronunciable apellido evidencia su cercano origen inmigrante, se pudo pensar que el mal trato y la prepotencia terminarían. Pero no ha sido así por razones psicológicas profundas: el mexicano ve en todo extranjero un peligro y en la ciencia un producto que aparece en películas.

Nos roban.

El científico extranjero que desea establecerse en México no es un bien que obtenemos gratuitamente; en la imaginación popular, en la ventanilla de Gobernación, ante el burócrata gordo y rencoroso, ante el taxista y ante el profesor universitario, es otro hijo de Cortés que viene a despojar de su trabajo a un mexicano. ``Vea usted'', dice el taxista sabio, ``los extranjeros nomás llegan a México y se enriquecen''. Pues sí, exacto, vea usted eso. Será porque no crecieron sabiéndose derrotados. Será porque ellos no ponen sus esperanzas en la virgencita, sino en el trabajo. Será porque el extranjero que emigra es ya un individuo seleccionado, con dotes que no poseen sus paisanos que se quedan en la conformidad de su país.

La enfermedad infantil del mexicano.

Cuando los mexicanos decidimos fundar nuestra identidad en la derrota sufrida por los aztecas en 1521, a manos de los pueblos indígenas que se levantaron contra el torvo poder de Tenochtitlán y sus déspotas, elegimos también ser nacidos para perder, como dijo esta columna en 1992 (aunque sea de mal gusto citarse). La Malinche, fiel a su pueblo, oprimido por los aztecas, y por tanto enemiga de éstos, ha sido elevada a símbolo de la traición, antivirgen de Guadalupe, porque en la imaginación popular todo indio es azteca y no había de otros. Lo mismo hemos hecho con los tlaxcaltecas, rebelados contra sus opresores aztecas y condenados por lo mismo al infierno de la historia oficial con la que enfermamos la mente de nuestros niños.

``Nos conquistaron'', dicen aprendiendo a autocondolerse niños de ojos azules, verdes y castaños, que se llaman Fernando y se apellidan Cortés. Y la autocompasión nos ha enfermado de un infantilismo lleno de piedad por nosotros mismos, lleno de voluntarismo para el cual todo nos lo merecemos y si no lo alcanzamos es por la maldad ajena.

Vean si no las exigencias de quienes tuvieron en el examen de admisión el mismo número de aciertos que habría dado, al azar, digamos una gallina picoteando sobre el examen.

La maldad es externa.

Somos un pueblo infantil que busca siempre culpables en el exterior: los españoles nos conquistaron, los gringos nos robaron los territorios del norte, a los indios buenos los emborrachan los mestizos malos, los indios olvidan sus valores porque ven televisión.

Somos un país pobre porque los Estados Unidos son imperialistas y han abierto las venas de América Latina. Pero nunca nos preguntamos por qué no somos un país imperialista y Estados Unidos un país pobre y con las venas abiertas. O somos pobres porque nuestros gobernantes son ladrones y torpes. Pero no observamos que nuestros gobernantes salen de nosotros mismos. Al fin infantiles, no hallamos contradicción en prohibir a otros lo que nosotros consumimos. Mal que una mixteca se corte las trenzas y se plante los mismos pantalones que nosotros usamos. Mal que calce zapatos de plástico. Nuestras recetas siempre van dirigidas hacia los diferentes. Y es claro, deseamos conservarlos diferentes, aunque ellos prefieran licuadoras en vez de molcajetes, porque ¿quién nos hará una rica salsa molcajeteada cuando ya todas las sirvientas compren latas Herdez? ¿A dónde iremos de vacaciones cuando no existan pueblos tan pintorescos?.

Matar o halagar La reacción infantil de este pueblo ha tenido una reciente muestra.

Sin importar la baja calificación obtenida en el examen de admisión, cada quien exige entrar a la escuela de su preferencia. Para alcanzar la demanda se recurre a bloquear avenidas. Si el derecho de manifestación está garantizado en nuestras leyes, el bloqueo es un simple acto ilegal. En el país más democrático del mundo habrían llegado fuerzas policiacas, en algunas partes fuerzas muy civilizadas, y, muy atentamente, habrían retirado los bloqueos. Pero en el gobierno ha calado tan hondo la certeza de su ilegitimidad, que no se atreve ni a aplicar la ley cuando le asiste el derecho.

Entonces vemos la paradoja de un país en donde se mata o se halaga.

Se mata cuando nadie ve, o al menos se supone que nadie ve. Se halaga en cuanto la población observa.

Cuando seamos grandes.

Cuando dejemos la infancia y seamos adultos, seremos un país de leyes. Para ello requerimos de dos curaciones, pues pecamos, nueva paradoja, de humildad excesiva y de soberbia altanera: primero, no suponernos el producto humillado de una derrota; luego, no creernos el hijo predilecto de una madre celestial que todo lo resuelve. Somos pobres por nuestros errores, por nuestra historia de violencia y destrucción, por nuestro católico desprecio de la ciencia, base de la industria; no tenemos medallas olímpicas, en primer lugar, por culpa de la virgen, pues si ella hubiera querido habríamos salido vencedores en todo, ¿o no?, y en segundo porque somos un pueblo de panzones para quien el deporte es algo que se ve los domingos por televisión, entre cervezas y carnitas sebosas.