Desde hace muchos años he asistido regularmente a los conciertos de la OFUNAM; de hecho, creo que conocí a esa orquesta cuando todavía no se llamaba así, muy poco tiempo después de fundada, en la década de los 30s, cuando la dirigían los maestros José Rocabruna y José F.
Vázquez. Los ensayos y los conciertos se realizaban en el Anfiteatro Bolívar, en el edificio que entonces ocupaba la Rectoría de la UNAM, en la calle de Justo Sierra 16. Mi afición era completamente natural, pues en esa época mi padre tocaba el violín en la orquesta y ya no necesitaba boleto para entrar a los conciertos.
Al poco tiempo (creo que después de dos o tres temporadas) mi padre abandonó la profesión de música y se dedico a escribir, pero yo ya me había aficionado permanentemente no sólo a la música sino también a la orquesta de la UNAM. Desde entonces la he seguido, tanto en las malas como en las buenas, y siento por ella el mismo cariño que sienten mis nietas (hoy ya una joven madre y otra una bella jovencita, respectivamente) por las muñecas que conservan de cuando eran niñas. Por eso es que en otras ocasiones he ocupado este espacio con algunos comentarios sobre la música y sobre la OFUNAM.
En esta ocasión escribo una semana antes de que concluya la última temporada de conciertos de la OFUNAM, la de la primavera de 1996, que incluyó nueve conciertos de abono y dos extraordinarios. Por desgracia, mi esposa y yo no pudimos asistir a varios de los conciertos, por lo que mis opiniones se basan sólo en una muestra de esta temporada, pero sí hemos estado presentes en los de la gran mayoría de las otras temporadas en que la OFUNAM ha sido dirigida por el maestro Zollman.
Es de elemental justicia reconocer que la OFUNAM ha hecho grandes progresos como conjunto musical; sistemáticamente suena muy bien, se adapta con flexibilidad a los distintos directores (a unos mejor que a otros), se enfrenta sin timideces a toda clase de obras y, como muchas otras orquestas que he escuchado, algunas obras las toca mejor que nadie. Eso en relación al conjunto, pero quiero destacar que cada grupo de instrumentos parecece estar en competencia con los demás por hacerlo mejor: los cornos, que con frecuencia metían la pata en otros tiempos, ahora son impecables, y lo mismo digo del resto de los metales y las maderas; los bajos son nuestros favoritos y junto con los chelos le dan una tonalidad profunda y un sentimiento de grandiosidad a las obras más sencillas y sutiles; las violas subrayan y matizan a los violines, y éstos merecen mención especial por el vigor y la claridad con que llevan la voz cantante del conjunto. Las orquestas mexicanas pueden ser buenas o malas, pero sus percusionistas siempre son excelentes, siguiendo una antigua tradición establecida desde los tiempos de la Orquesta Sinfónica Nacional con el maestro Carlos Chávez. Esta excelencia de la OFUNAM no es, desde luego, nada nuevo; ya la había alcanzado en otros momentos y hasta en otras épocas, especialmente cuando estuvo bajo la dirección de Eduardo Mata; pero si no es nueva, en cambio la excelencia me parece más sólida y más consistente, como si además de superar su calidad ténica ahora hubiera adquirido madurez, equilibrio, dominio, majestad. Y creo que esto es obra de Ronald Zollman, porque desde que tomó a la OFUNAM en sus manos se ha operado la transformación señalada. Mi impresión es que las relaciones entre el maestro Zollman y la OFUNAM son muy profesionales y también amistosas; hay respeto por la calidad de los instrumentistas y por los conocimientos musicales del director, pero también parece haber cierta complicidad entre ambos para lograr que todo salga bien, para no fallarle el uno al otro, para que al final ambos tengan la satisfacción de que dieron lo mejor que tenían no sólo por orgullo profesional sino porque así lo esperaba el uno del otro. En una ocasión reciente, mi esposa y yo tuvimos el privilegio de conocer al maestro Zollman, en casa de un querido amigo y en muy dilecta y agradable compañía; la conversación giró, naturalmente, alrededor de la música, y tuve oportunidad de comprobar que se trata de un individuo sencillo, que disfruta muchísimo su profesion de músico, que habla muy bien y con gran orgullo de la OFUNAM, a la que reconoce todo el mérito que tiene y el crédito que merece, y que está tratando de hacer su trabajo lo mejor que puede, simplemente porque no lo sabe hacer de ningún otro modo. Habló de sus planes para próximas temporadas y de su frustración al no poder cumplir con la actuación de algunos solistas y directores ya programados, por enfermedad o alguna otra causa semejante. Parece que el maestro Zollman es amigo de casi todo el mundo musical del más alto nivel, y así lo ha demostrado trayendo a solistas excelentes y directores invitados de primera línea. Creo que la presencia de Ronald Zollman en la OFUNAM ha sido de gran beneficio para la orquesta y para los melómanos, y espero que siga al frente de ella por muchas temporadas más.