Un yo como otro cualquiera en una azotea de tantas en una de las miles y miles de ciudades. Una mecedora vieja y un viejo, viejísimo astrolabio, la pertinaz lluvia de neutrinos desde el origen de los tiempos y el cercano planeta Marte (si tan sólo se vieran las estrellas). Afuera los tinacos, el bosque de antenas y hasta una inservible parabólica, además del esqueleto metálico que sostiene el inmenso rectángulo blanco, seiscientos veintiocho treinta y cuatro veinte. Un anuncio como tantos queriendo ser rentado, una fachada entre infinidad de fachadas, diminuta mancha tipográfica en el directorio telefónico, perdida nota en las cíclicas repeticiones de la partitura de los tiempos. Cuántos espejos no se habrán hecho añicos ¡ya!, en este momento exacto. Los hechos son el mundo.
Y la lectura de los hechos es uno de los propios hechos, una lectura entre la multitud de lecturas posibles. Punto de vista entre cientos de puntos de vista repetidos millones de veces y cada cabeza un mundo. La realidad se va construyendo y sólo el saber que existe legitima la teoría de que en verdad existe.
¿No ganó México una medalla de bronce? Eso existe, se puede tocar, está ahí y el pueblo entero sale a deslumbrarse. Las que no se ganaron no existen, punto, más que en la nostalgia de las vísperas, glorificadas de antemano. Porque si de todos modos algo en el mundo se enterca en existir, para eso están las instituciones, que todo lo esfuman en un sencillo acto: pase primero con el licenciado (y a la inversa, lo que insiste en no existir, existiendo, también lo puede perfectamente arreglar el licenciado).
Primero fue lo que alcanzaba a creerse y adivinarse. Luego vino lo que alcanzó a pensarse. Enseguida lo que podía medirse y a partir de ello teorizarse. La prensa comenzó a dictar realidades y poco a poco entró a la definición la economía de Estado y los imperativos hacendarios. Ahora a todo lo anterior se añade lo televisable y cibernavegante.
Nada sustituye a nada, solamente la lectura se fue complicando y para saber que algo existe es preciso creerlo y adivinarlo, pensarlo, medirlo y teorizarlo, inscribirlo en la realidad nacional y sellarlo con un video incuestionable. En 1877 el italiano Schiaparelli observó unas líneas sobre la superficie de Marte y más temprano que tarde se despertó la imaginación acerca de canales construidos por seres inteligentes. Hoy las líneas observadas están en un pedrusco que cayó del cielo y las proporciones, inscritas en una escala temporal de muchos millones de años, se han reducido a nivel de bacteria. Si se decide que es conveniente impulsar un proyecto tan evidentemente rentable, ya se mandarán cámaras y micrófonos siderales para que el Hombre dé otro gigantesco paso y constate de una vez por todas que efectivamente hay evidencias claras que aunque no lo demuestren definitivamente pueden ser compatibles con o al menos sugerentes de que algo posiblemente parecido a lo que conocemos como vida tal vez sea capaz de existir o pueda haber existido en el llamado planeta rojo. Eso sí va a ser una realidad de suyo incontrovertible.