En una votación libre y abierta, que no fue impugnada en lo fundamental, los militantes del Partido de la Revolución Democrática optaron por darse un liderato nacional contundente, incluso avasallador, suficiente en teoría, con más del 70 por ciento de los votos, para frenar el fraccionalismo interno y unificar al partido. La propuesta ganadora del nuevo líder, Andrés Manuel López Obrador, ha sido convertir al PRD en un Partido-Movimiento, es decir, en un partido electoral competitivo en tiempo de elecciones y un partido que encabece la protesta social el resto del tiempo.
La propuesta parece haber colmado las expectativas de la militancia perredista, cuya esperanza dual resume los sueños de la izquierda mexicana de hoy: la vieja pasión de ganar la calle y la nueva obligación de ganar las urnas. El discurso del nuevo liderato ha sido sin duda efectivo, pero pone juntas cosas contradictorias, difíciles de conciliar. Los partidos políticos tienen instrumentos y escenarios distintos a los movimientos sociales. No luchan en primera instancia por ésta o aquélla reivindicación, por ésta o aquélla protesta, sino por llevar al poder un programa político, un proyecto de país, una alternativa de gobierno. Su instrumento principal no es la movilización social sino la competencia electoral y la persuasión ciudadana.
La movilización social al estilo del PRD conduce a las plazas tomadas, los caminos bloqueados, los plantones y piquetes de protesta, y a la enésima toma del Zócalo. La competencia electoral conduce a las urnas y los medios, al debate político y legislativo, a la lucha por convencer a audiencias múltiples, a la organización de las conciencias para votar, a la toma paulatina de la voluntad ciudadana.
Por incluyente y popular que pueda parecer, la movilización es corta de miras y tiende a mantener a quien la encabeza en la coyuntura de las inconformidades particulares, que nunca suman suficiente para el cambio político decisivo que se busca. De la agregación de movimientos y protestas difícilmente saldrá una visión nacional de amplio espectro, capaz de volver a un partido una verdadera alternativa de gobierno. El coraje y la pasión inherentes a la movilización, son su fuerza táctica, pero son también el origen de su miopía estratégica.
El PRD puede optar por ser un testigo contestatario y un actor radical de la escena política, encabezar los movimientos de protesta y la legítima inconformidad social de todos los grupos que quiera y pueda atraer a su órbita. Pero ese perfil airado, que aumentará sus clientelas particulares, difícilmente mejorará su imagen como un partido estable, confiable para la generalidad de la ciudadanía. Encabezando marchas y protestas, actuando como ``movimiento de movimientos'', difícilmente atraerá los votos necesarios para convertirse en una opción real, institucional, de poder.
No es algo que vaya a suceder. Le sucedió ya al PRD en la campaña presidencial de 1994 que fue abundante en plazas llenas y mítines enardecidos, pero flaca en votos necesarios para ganar la elección. Podría generalizarse incluso, en torno a la historia del perredismo de los últimos años, diciendo que a mayor efectividad en el ámbito de la protesta y la movilización social, menor eficacia en el ámbito de la lucha electoral y la confianza ciudadana.
Si el PAN se ha convertido, para muchos perredistas, en un partido cachavotos, el PRD podría convertirse en un partido cachapleitos. Pero cachar votos está en la índole y el interés de un partido político, mientras que cachar pleitos no puede sino alejarlo de su objetivo central: volverse una opción de gobierno deseable para la mayoría de los votantes, en particular para los votantes indecisos, los que inclinan la balanza en elecciones competidas, como las que previsiblemente habrá en México en los años por venir.
El discurso ganador del nuevo liderato perredista ha hecho aparecer como una síntesis lo que es en realidad un dilema. Y el dilema perredista sigue ahí: ganar las plazas o ganar las urnas.
A partir de hoy, el autor publicará cada 15 días en este espacio.