UNA GUERRA OLVIDADA

En casi todos los continentes se combaten guerras olvidadas, pero quizá una de las más atroces sea la que libran el Estado ruso y los independentistas chechenos, en esa Europa oriental tan sacudida y martirizada.

Los chechenos, rusificados a la fuerza por los zares, deportados masivamente a Siberia y diezmados por Stalin, siguen peleando como hace dos siglos por su independencia (que ahora se combina con el control de la inmensa riqueza petrolífera existente en esta ``república autónoma''). Como consecuencia, Rusia combate dentro de su propio territorio europeo una nueva guerra colonial, como la de Afganistán, con la misma brutalidad, incapacidad y ceguera política demostradas en ese Vietnam ruso, que apresuró la caída de la senil burocracia que controlaba a la entonces Unión Soviética. A la ferocidad del ocupante eslavo y cristiano responde hoy una igual falta de escrúpulos de los montañeses musulmanes, quienes tienen hondamente arraigada, como parte de su cultura, la idea de la venganza étnica, con el resultado de un baño de sangre entre la población civil y de una guerra sin cuartel en la que no hay prisioneros sino solamente muertos.

El presidente recientemente reelecto, Boris Yeltsin, aliado a los jefes del complejo militar-industrial que controlan el ejército y la industria armamentista y al grupo mafioso-financiero-petrolero, no ve otra salida a esa guerra que el aniquilamiento de los chechenos o su sumisión total. La nomenklatura ex soviética reciclada tiene como única formación cultural el chovinismo gran-ruso heredado de Stalin, que en esto continuaba a los zares. Por su parte, el nacionalismo checheno, apoyado por la mafia moscovita de esa nacionalidad, le opone un primitivismo político étnico que excluye las soluciones civiles y civilizadas. De este modo, a la crisis del coloso ruso enfermo se le agrega una herida abierta en el Cáucaso que podría gangrenarse y, a la larga, afectar a otros pueblos islámicos de la región y del Asia Central ex soviética.

A estos factores debe añadirse la lucha entre clanes en el Kremlin, por la sucesión del enfermo Yeltsin. Chernomyrdin, el hombre que con Brezhnev y Gorbachov fue el zar del petróleo, es ahora primer ministro y sucesor legal del maltrecho presidente, pero sube la estrella del general Alexandr Lébed, héroe de Afganistán, rusificador de Moldavia, ahora representante personal de Yeltsin en Chechenia. Lébed primeramente estaba en favor de tratar con los rebeldes, y era incluso partidario de la independencia de esa región; después, en cambio, para no romper con los militares, se sumó al partido de los duros, y ahora no se sabe qué

piensa. Si fracasase tanto en la represión despiadada como en la inteligente tratativa perdería la carrera al poder; si lograse el éxito, en cambio, desplazaría en los círculos áulicos a Chernomyrdin, a quien aventaja ya en popularidad.

En suma, a la guerra entre camarillas económicas se agrega un conflicto de independencia con su consiguiente secuela de represión colonial, y una confrontación entre clanes del poder ruso. Para romper este círculo vicioso, impedir los crímenes de guerra (por ambos lados), imponer una solución política a un conflicto peligroso y atroz, sería necesaria una gran presión internacional. Desgraciadamente, los aliados internacionales de Yeltsin siguen financiándolo y, mientras hablan de apoyar a la democracia, fingen ignorar las cruentas campañas de colonialismo interno mantenidas por el gobierno de Moscú. La opinión pública mundial y la presión democrática de los países respetuosos de la paz y de la autodeterminación nacional deberían llevarlos a dejar esta doble moral.