Nunca sabe cuánto más va a ser. Genera o ausenta enormidades, sin recortes de su abandono; el no pensar en sí como vanidad extrema.
Si me dijeran que tiene más de cien años, lo creería. No pasa de los 70 pero hay un desgaste en su piel de iguana atribuible a sus numerosas maternidades 15, malogradas 4, y a sus cuatro fieles maridos que la hacen sufrir en el recuerdo, más los tres vivos que el muerto porque el finado, siquiera, le dejó un terreno y dos dineros que la fincaron, modesta en su huerto permanente, donde cultiva las bayas y hierbas aromáticas que pone en los remedios que le dan su nombre de batalla: verdadero María La Sanadora.
Cuando llegué al barrio ella tenía nietos y yo 15 miserables años, dotados de tercero de secundaria, inexplicablemente porque era huérfano, trabajaba en un depósito de papas y legumbres y no pensaba que llegaría a cura, y que dejaría de serlo a tiempo para disfrutar la testosterona que el Señor me tenía reservada. Ella me decía, al verme seminarista, y saberme quinto, a eso de mis 22:``Muchacho, andas pálido y vacío, regresa al mundo, toma una mujer, o varias si el Señor te lo concede''.
Su carcajada no era tan ronca como ahora, pero ya espantaba niños cuando rugia: ``Todos y todas quieren lo mismo. Nos gusta por parejo, pero nomás nosotras nos cargamos. Dios ha de ser un hombre, si fuera mujer, no nos tocaría a nosotras pagar la cuenta''.
Todavía reconoce cuánto le gustaba el sexo. Suspira pensando en el macho. Siempre ha dicho que los mejores pajaritos los traen los hombres arriba de las piernas. ``Eso sí es el cielo'', y les echa alpiste a los canarios.
Con una vida llena de hombres mantenidos chupándole la sangre, María sabe que fue amada. De huesera, partera y otras curanderías, terminó dedicada a resolver la dificultad sexual.
Lo que le da su fama es esta parte. Cura la impotencia, la frigidez, la debilidad de ovarios y el vacío del corazón, con el pretexto e las hierbas.
Cuando regresé del seminario y vine a visitarla, la encontré menos comadrona. Empezaba a especializarse en lo que va antes del parto: ``Me cansé de aliviar penitencias. La gente quiere ser feliz, pero nadie puede. Por eso les ayudo a ser felices aunque sea cuando se acuestan''.
En otro estado social, su oficio se llamaría terapia sexual. Aquí es una eficaz sanadora. Filósofa a escala doméstica: ``Los pecados del mundo son sólo dos, Manuel: los crímenes y la indolencia. El crimen es del diablo. De ése mejor ni hablamos''.
Siempre la corrijo, pues al decir indolencia se refiere a la indiferencia (en eso sigo al Dante), pero ella prefiere llamarla indolencia, que le parece la peor dolencia posible, la más dificil de curar.
No sabe leer, sí escuchar. Desde mis mocedades seminaristas tomamos la costumbre de yo leerle y ella oír poemas latinos. Para mi sorpresa, su preferido no es Catulo, sino Virgilio. Es curioso oír a una mujer inculta recitar a Ovidio de memoria, las palabras de Hermione a Orestes: ``Sólo cuando impulsa el sol sus caballos radiantes, miserable, disfruto más libertad en mis males. Cuando la noche me conduce al lecho oscuro, y en él me tiendo amarga, sollozante, gimiente, no de sueño, sí de un río de llanto se llenan mis ojos, y huyo del esposo como de un enemigo''.
Dice que conmigo aprende, pero qué puedo enseñarle de los libros que ella no tenga de la vida y en gran medida. Para mí siempre ha sido la tía María, así la conocen mis hijos, dejándola en el museo de las amistades raras de papá. Con mi mujer es muy amable.
Vivimos en Plateros hace muchos años, pero no pasa del mes que le doy una vuelta a mi tía. El barrio sigue muy barrio, y es que sigue quedando muy lejos. Los niños del rumbo se congregan en sus patios algunas tardes y ella se hace la bruja, para deleite de la chamacada. Lo mismo hacía con los padres o madres de algunos de ellos, pero ahora le sale más emocionante.
Coge el alcanfor, lo mezcla con corteza de abedul y espanta con la mano las moscas. Hierve la olla, suelta ramitas de una hoja que ella llama Serapia, y recita: ``Abeál cara de palo, rájale la panza y sácate la cara, deja de palo la rama''. Abre las manos y los ojos hacia el público, que murmura haciéndose el espantado.
Agita el contenido del caldero, acomoda el pañuelo en su frente sudorosa, trabaja la de abedules: ``Tres lunas, quietas. Aires de España, quietos''. Oye?, me pregunto, qué no los abedules eran de Polonia? Qué hacen aquí en el barrio?En realidad, lo que prepara es un ungento para raspaduras. Hasta de broma, se preocupa por que las mujeres sientan. Sus consejos dan confianza a las muchachas, pero también les receta hierbas, para que se ocupen en la medicación.
Quién la viera, a esa viejecita encogida; es capaz de describir 15 formas de orgasmo femenino (y dice saberse muchas más, no sé si creerle), con todo detalle. Pero dice que, como la muerte, ``todos terminan igual''.
Su vanidad es saber cuántos agradecidos y agradecidas conoce. ``El secreto está en pensar en ellos cuando los curo. Sentir de qué tiene cada quién hecho su cuerpo y encontrar lo que falta''.
Su verdadero secreto es cómo les describe lo que deben hacer para sentir así, o asá. Un talento que se reserva para las consultas privadas. Es frecuente que sus pacientes la visiten a escondidas. Y María guarda los secretos de ellos con muchísimo cuidado.