La Jornada Semanal, 11 de agosto de 1996
Mañanas de Amecameca: volcanes abrumados por el tiempo, rastros de niebla en las estribaciones, laderas de pinos que conducen a la cima del monte donde restalla el sol y continúas trotando para no perder el paso. Luego franqueas de luz a sombra, sin la avaricia de jalar tanto aire a los pulmones, con los músculos correosos aflojando en el descenso y el ánimo pleno de ver a los conejos escapando entre la hierba.
Volver a la casa de paredes blancas y muebles carcomidos te deparó recuerdos imprevistos. La mesa del desayunador colmada aún por el asombro ante la mantequilla derretida sobre un pan tostado; el encuentro a balazos con tu hermano en la torre, ahora ruinosa y pajarienta; círculos brotando en el estanque al impacto de una piedra; escozor del orín que llora por tus muslos.
Batientes de agua fría ajan el sudor después de la carrera. El rastro espumoso oficia por tu cuerpo. Un plato de avena con miel sostendrá las horas de estudio que prosiguen. Talladas en madera, con un quiste de plomo en cada base, las piezas han velado desde sus escaques y entrarán al duelo de amor y muerte que has de asignarles.
La ilusión estaba viva; cualquier momento valía para hurgar en un libro, en la memoria, telarañas de variantes que envolvían verdades minúsculas, cuencas de soledad oreadas al margen de furtiva adolescencia.
El viejo maestro, recluido en un asilo, sobrevivía sin quebranto con una pensión mensual de doscientos pesos. Alquimista de la bondad, obsequiaba cuanto poseía a los demás y reproducía, con la agudeza de sus pequeños ojos, remotas y magistrales partidas de BadenBaden y Moscú, 1925, donde realizara las proezas que ansiabas repetir. Era tu fervor alcanzar la lucidez de aquel anciano, quien mientras tarareaba con los dedos sobre las sienes, refería una frase de Sócrates o Krishnamurti, y mostraba un problema compuesto por Reti: "Si Bogolyubov tardó cuatro días en hallar la solución, no esperemos siendo angelitos resolverlo en menos tiempo."
Pese a los triunfos recientes, sabías del destierro interno que implicaban las derrotas. Habías cumplido quince años perdiendo dos partidas con rabia señera, y la doble muerte te hizo derivar hacia las cañadas oscuras, donde la noche se antojaba plácida tras el llanto y las patadas a los postes.
Los viajes previos: peregrinaciones nocturnas en autobuses, terminales olorosas a perfume sanitario, luces de neón que dilataban tu creciente astigmatismo mientras leías partidas de Alekhine a la espera de un camión hacia Tepic o Zacatecas. Aquellos torneos masivos que te fueron aclarando el vértigo de un ataque peón-rey, la tozudez en la defensa, la matemática extrema del final.
Carlos Torre te habló sobre su larga noche en el manicomio de Monterrey. Decía haber abandonado el ajedrez por ayudar a su hermano en la botica Corrían otras versiones. Tal vez la recriminación que se impuso tras vencer a Emanuel Lasker benévola figura paterna le resquebrajó la psique Y fueron décadas en los calizos galerones, hasta que algún poderoso se acordó de él. Salió santificado. Su amigo Báez le dio asilo en hoteluchos de la ciudad de México. Eventualmente, daba una simultánea y en cada tablero ofrecía el empate. Si el adversario rechazaba, se veía en la penosa necesidad de ganarle. Por último, Mérida, origen y destino.
Más allá permanecía Europa. Trepado a un ciruelo, escuchabas los tañidos lejanos de las esquilas. Podrían ser cuatro, cinco años, pero volverías con el galardón. Así transcurrieron los meses de carreras obstinadas en el monte, de alumbramiento en las cavernas teóricas. Meses interrumpidos apenas por visitas de amigos que entre sorbos de vino y paseos por el bosque leían devotamente a Kafka o a Rimbaud, cuidando de no perturbar tu silencio hasta que por la noche conversaban frente al fuego y ponían en duda tus cavilaciones: "Si es el más profundo de los juegos, para qué llamarlo arte?"
Amsterdam, al fin. Insomne por la voltereta del horario, abres la ventana de la buhardilla donde te hospedas y sales al techo cubierto de grava. Entre el aire frío, casi material, se recortan los ventanales iluminados de los departamentos. Salas de cortinas abiertas, familias que cenan sin temor a mostrarse. Damiselas en el horizonte? No, a ésas las viste por la mañana. Pero el país completo está en exhibición.
Pasan barrios, fábricas, campos nevados. Mientras el tren sigue su curso, viene a tu mente la admonición del gitano: "La fuerza de un hombre está en los ojos. Afloja los párpados, concéntrate en el adversario." Vuelves a la cabina, desembolsas tu ajedrez magnético y revisas una variante.
Ganas dos, entablas dos, pierdes dos. Furioso, rompes con tu disciplina y te refugias en el Jolly Joker, en compañía de un maestro colombiano. Acorde con los tiempos, hablan de brigadas rojas, Cuba, España. De paso, el colega afirma que sólo le gustan las mujeres feas. Para demostrarlo, le envía un trago a una rubicunda que más tarde se va con él. Son casi las cinco de la mañana cuando cruzas silencioso la ciudad recién nevada.
Llega tu segundo aire. Se desvanecen las dudas. Escalas varios puestos y te colocas a distancia de zarpazo. Bajo suéter, abrigo y bufanda, rondas las afueras de la sala de juego. Inhalas el aire brusco y tratas de calmarte. Hay otro que también camina. Ambos a medio punto de los líderes, a punto de jugarse el campeonato. El cronómetro palpita eternidad. Suena el gong. Todo o nada.
Y eso? Debilita tu enroque, puedes sacrificar la torre de inmediato. No, no es claro. A torre-tres viene caballo-cuatro y estás obligado a regresar. Tranquilo. No te desesperes. Mejor mantener la tensión ahora que se acerca el apuro de tiempo. Peón-cinco. No te confíes. Parece que puedes ganar un peón. Torre-tres. Se te fueron ocho minutos en esa jugada, pero a ver cómo le hace. Caballo-cinco y murmuró tablas. Si aceptas quedarías tercero, pero con el peón de ventaja debe haber alguna forma de ganar. Aún tienes la pasada de torre. Piénsale bien, no la vayas a regar. Órale, vámonos con torre-tres
Árboles pelones tosen en el viento. Sólo el amor otorga derrotas tan ingratas. Faros de automóviles cruzan sus mensajes. Un hielo candente atraviesa tu garganta. Cómo pudiste ser tan imbécil, cómo se te pasó caballo-cinco? Ése debe ser tu sino, carajo, como cuando dejaste la dama boba en tu primera partida de torneo, por ciego, por tarugo, por imbécil...
Ella tenía los dientes grandes, levemente manchados por el tabaco que forjaba. La noche en que su novio salió, permanecieron en la sala frente a una vieja película francesa. Ivonne defendía la historia de su vida con una vehemencia pausada, sin proscribir un dejo de esperanza: "Women in love decía no es un buen libro para los pequeños." Un medallón hindú sitiaba el centro de su vestido negro, y sus pies blancos se hundíanen la alfombra. "Háblame de tu país decía, cómo vive la gente?"
Dunas, viento invernal, olas promulgándose. Ivonne ha venido a verte. Anoche, aún tenías que recordarla. Hoy es infundio de temblor, turbiedad aprehendida, beso breve, avidez en pleno invierno. Labio a labio, en la habitación deja caer el tiempo su guillotina. Un reloj traquetea donde no puedes faltar. Llegas cuarenta minutos tarde. Juegas de prisa y se ha ido. El cardenal junto a tu yugular pervive media semana. De su perfume sólo queda una bufanda azul índigo.
Las cabinas con calefacción van repletas de pasajeros. Cruzas gélidos vagones hasta descubrir a un barbón risueño, que te convida queso con naranjas. Dícese baterista en Palma de Mallorca, sitio altamente recomendable para la folla de suecas. Si te interesa, puedes visitarlo. No. Lo tuyo son las piezas, los finales, el rey amortajado. Al amanecer cruzan la frontera. Guardias con tricornios? "Hijos de puta", comenta el baterista, y le desea una larga agonía al generalísimo. Los Pirineos retuercen el sol entre sus picos y Serrat canta en tus oídos cuando aparece el Mediterráneo.
Barcelona pintarrajeada de consignas. Maricones y mujeres trafican por las ramblas crepusculares. Todos gritan, todos pregonan su razón. Tanto bullicio pone cerco a tu soledad, que se refugia en el cine y en los libros. Cortázar y Visconti te propinan algunos cincelazos. Alquilas una habitación en casa de un marinero casi ciego que recuerda los bombardeos a Valencia, pero prefiere adormecerse con su gato entre las piernas. Cada mañana colocas el tablero sobre un tapete amarillo y reconstruyes tus partidas holandesas. Difícil conocerse, pero entre tus errores vislumbras un exceso de confianza. Luego de zarandear lo suficiente las figurillas, subes a la azotea y lees Rayuela masticando aceitunas. Por las tardes obtienes algunas pesetas jugando rápidas en un antro llamado el Oro Negro.
Las costas africanas fluyen grises y distantes, las olas se poseen, interminables, el azul mediterráneo se torna oscuro al acercarse a Gibraltar. Sobre la cubierta se reúnen los pasajeros de tercera: francesas de cutis grasoso, bolivianos de quena y charango, unidos por el desprecio a los pasajeros de primera y las recetas contra la náusea. Más abajo, una loca marinera gaditana baila al ritmo palmario de sus compañeros de tripulación. De noche, sientes la fragilidad de la nave; de día, la espuma patina sobre las olas negras. Difícil pensar, imposible leer. Para no marearse, mirar el mar.
En Las Palmas, rondas y rondas las calles macilentas donde árabes enfundados alegan con voces chillonas y resueltos ademanes. Llegas al salón de juego, ganas o pierdes acosado por el presentimiento de que éste no será tu torneo. Sabes más, entiendes más que tus adversarios. Por qué no conseguirás vencerlos? Tu amigo colombiano, que puntea, te observa falto de soltura. De nada valen tus esfuerzos por revertir ese designio. Es imperativo volver a tierra firme.
Pero antes, el colombiano invita a todos a derrochar su premio, obtenido con ataques semisalvajes. La juerga no es más ecuánime. Cerca de las cuatro de la mañana te retiras para tomar el vuelo a Barcelona. Tal vez a tiempo, porque aquel jugador, agotado el dinero mas no la suerte, acabará en la cárcel dos días después, haciendo amigos entre presos y celadores.
Has ido hasta Lucerna por ver a los grandes: Mecking-Polugaievsky. El brasileño concentra toda la fuerza de sus miopes ojos en el tablero, oprime los lóbulos de sus oídos con los pulgares y se libra por un pelo de la guillotina del reloj. El soviético, en cambio, deambula por el escenario mirando a su rival desde un ángulo obtuso; lleva un punto de ventaja. Desde una butaca, te limitas a observar y comer chocolates almendrados. Cuándo llegará tu día?
Obreros y sirvientas en el norte, los yugos vuelven a todo tren. En sus suéteres delgados y miradas incisivas, en los tragos raspantes y las canciones arrebatadoras se percibe el agitado pulso de la cercanía con Oriente. Pero no llegarás tan lejos; tu Meca es Belgrado. Pasadas las seis de la tarde, despachas en el Club Slavia, refugio de duros serbios que sorben café turco y apuestan a gritos y mentadas de madre.
Alto y chupado como un Paganini, Shájovich destilaba una hiel blanca por las comisuras de sus labios mientras te aporreaba letalmente en partidas rápidas. Pesimista por oficio, licenciado en literatura, había pasado noches en los parques de Belgrado. En su concepto, todos sus coterráneos eran unos ineptos carentes de imaginación. "Me boicotean decía con un cigarrillo apagado en la boca, pero algún día les demostraré quién es el mejor. Y luego: arrogantes" Lo único que tienes que hacer es actuar con su arrogancia y en menos de un año serás gran maestro.
El Danubio sepia y taciturno. Su verdad la conocían aquellos que te recomendaron ir a tierras eslavas. En cada parque, en cada escuela, se endilgan jaques. Y las cartas que envías a Edgar enmarcando cada palabra en un paréntesis para decirle que la soledad es uno mismo dondequiera? De qué valía ir acumulando fuerzas si las dudas te calcinan?
Pálidos, absortos, destripan piezas sin premura. Hablar con los maestros que admirabas tanto es percibir que a menudo no rebasan un denominador común. Conllevan algo de la fragilidad de un club de amigos flemático y febril. Ajedrecistas felices, los empeñados en bien morir? No será que estás adquiriendo la arrogancia de la que hablaba Shájovich?
El rehilete de variantes de una posición suspendida gira en tu memoria. Al fin se ha abierto una plaza en un torneo. Llega tu racha y la haces buena. Descubres que vale más crear a fondo sobre el tablero que repetir lo consabido. Punteas durante ocho rondas y luego pierdes tres. No una ni dos, sino tres ceros que te envían al tercer lugar. Gime tu errabunda esperanza sobre la alfombra del cuarto de hotel, dos reyes decapitados yacen en tu mano. Qué ha pasado? Hasta cuándo?
Ironía, tragedia, muerte. Se va tornando terrible la batalla y nuestra ineptitud por resolverla. La más compleja tragedia nunca vista y luego los espacios fríos, abandonados de la muerte. Si el ajedrez no es la vida, al menos debiera reflejarla.
Sin embargo, los yugos alaban tus empeños y auguran victorias al indiántz. Tu filo visual se ha agudizado y sientes que las piezas te obedecen. Vas a los cafés, miras pasar a las vampiresas. Esos días alivian, y conoces a Ludmila. Finos contrastes sobre la blanca piel, ojos transilvánicos marcados de leyenda. A duras penas se entienden, mas anteponen sonrisas.
Por escapar de una tanda de bailes folclóricos, llegan a su departamento. Un tapiz de florecitas cubre las paredes, y sobre el tapiz hay una fotografía de una pareja, podrían ser sus padres o abuelos. La cama tiene una colcha de vivos rojos y frente a ella hay un ropero con espejo cuarteado. La luz entra por un cristal difuso y el desnudarse es lento y penoso; mejor dicho, es la tundra. Vuelven al festín, y mientras aplauden a las bandas, te sientes palidecer. Kikinda: cancillería del polvo y la desolación. Lidereas con la resolución envitrinada y lees como borrasca. Pocos adivinan lo verosímil que resultan las novelas durante un torneo de ajedrez. El fin de semana, el único restaurante del pueblo se llena de humo y borrachos que piden canciones en el frenético ritmo eslavo. Al saberte mexicano, un profesor de idiomas te invita a cenar cachkavail. Ludmila te llama cada noche, enterada de que vas ganando. Pero se ha levantado una muralla y sientes cierto fastidio por su torpes, lentas palabras en inglés.
Ciento diecisiete campanadas tañe la iglesia ortodoxa. Te asomas al balcón. En el cementerio nada se mueve, el tiempo ha muerto, no hay vida ni resurrección. Adónde irán a parar tus huesos? Permanecer equivale a la certeza de conseguir el título. Pero cómo responder a las expectativas, a las preguntas esperanzadas en no comprender?
Desde la entrada a Cuernavaca el buen aire sale a recibirte. Buganvilias y jacarandas violentan las avenidas. Un cielo casi blanco en las orillas se levanta azul hacia su centro y los laureles despuntan sobre los tejados. Fatiga de pueblo disoluto, amigos domesticados hasta la autocomplacencia, niñas bellas a los trece, adyacentes a los dieciséis. Ciudad de cañadas lacerantes, basurales, sopor eterno. Todos saludan, preguntan, asienten: "Qué dice el ajedrez?"
Por fortuna, llega Edgar con su mochila gris cargada de libros y su sombra de fraile mendicante. Enclenque y atormentado, sin más escudo que el aire, Edgar sabe llamar a las puertas y atender silencios. Su historia es tan distinta: niño sensible amarrado a la silla, clases de piano con una maestra libertina, mariguana a puños para mitigar su precocidad. Y ahora, llevado de la mano del azar, igual dirigía cine en superocho que sostenía amistades raras.
Rapsodia de conflagraciones: elegir entre el talento ajedrecístico y la iniciación en otra cofradía. El cuestionamiento cala hondo y debes enfrentar tu sino, antes firme y ahora exacerbado. Taxco se transforma en Praga. Edgar y tú filman un cortometraje en blanco y negro sobre la Carta al padre. Y así encuentran a una vieja actriz austriaca, y actúas en breve papel, y hay un error en el revelado, y quién sabe en qué termina el material.
De nuevo en la galería, muy quieto, buscando los rostros de las demás estatuas. Cuatro horas mudas hasta cincelarlas finamente, o en el desatino, romper tu presunta creación de un mazazo. A fin de cuentas, quién es el contrincante? Extrema sensatez, quizá, la de Carlos Torre, que hacia el final de su vida ofrecía tablas en todas sus partidas. De qué otra manera podría explicar su desprecio por la victoria mezquina y dolorosa? Tan rara vez halla consuelo un derrotado.
El hombrecito acepta, deferente, una taza de café, misma que le dará derecho de velar toda la noche en la cafetería de Insurgentes. Se trata de Garduño, anciano pendenciero, autoproclamado genio. Mientras conversan, va sacando colillas de su chaleco y las enciende de una en una. Su delirio de grandeza te cede un rinconcito y te propone escribir un libro en colaboración. Él dictará las ideas y tú analizarás las jugadas. El tema será, sencillamente, el ajedrez como juego esotérico. Los alfiles representan la Iglesia, el misticismo, la filosofía. Las torres, hogar y fortaleza. Los caballos, virilidad y gallardía. Los peones, el pueblo con su sacrificio innumerable. La dama mujer que todo lo puede ha de entregar su amor al rey, que simboliza el genio de la humanidad, a quien sólo pueden mellar los designios celestiales. Acto seguido, el destechado Garduño propone matrimonio a la mesera que le obsequia otra taza de café.
Para qué recorrer las ciudades del mundo si la metástasis del amor se encuentra en casa? Tres años mayor que tú, dueña de certezas absolutas, Elena es la que te vuelve lobo con sus ingles triturando toda noción de geometría.
El tablero del ojo: su mirada. Un movimiento de alfil: su parpadeo. Un desliz de caballo: sus pupilas que no raspan. Y las hondas vetas de caoba, vistas de frente, irradian toda la fuerza de una dama centralizada. Conforme al reglamento, los jaques nunca se avisan.
El tablero del cuerpo: manos y lenguas como vencidas cadenas de peones; pechos sudorosos cual enroques asediados; sacrificios, celadas, asaltos, arietes. Nunca hubo lucha más incierta, ni más encarnizada.
El tablero del alma: entrevisto apenas, fugaz. Claridad que vive un día en el corazón, una semana en la boca y luego se hunde en cualquier trinchera. Tal vez quiera volver, tal vez ya nunca.
"Vámonos a Copala." "Ahorita?", afirma la pregunta que abarca ya la noche en el Volkswagen negro rumbo a la playa, una tienda de campaña sobre la arena que de tan blanda se hace dura, el tornasol de grullas sobrevolando la barra de agua cálida, la concupiscenciaengendradora de un tristísimo espejismo.
Una loba roe las entrañas de otra loba. La foto de Elena en tu pared bajo una flor de cempasúchil. La foto de Elena despedazada sobre el piso (fuiste para un rato), con los dardos amarillos de los pétalos cubriendo sus retazos. Cartas, recados, fotografías, poemas apilados al centro de la habitación (era tan obvio), haciéndose humo que se dispersa por la ventana, sobre la casa, las montañas, los océanos; millones de partículas alimentando un temporal, cayendo sobre un huerto, rebosando en el color de una manzana que ojalá Elena compre en el mercado y muerda camino a casa.
Barrenado por recuerdos que embisten como toros salvajes en lo profundo de la noche, despiertas en el sopor de Palenque, a donde Edgar, extrañamente, se ha mudado. Ya no es aquel ser agónico. Lejos del cine y las ciudades, trabaja como empleado de Obras Públicas. Incluso, se dio de alta como "peón". Se ríen del término.
La temprana luz del trópico te despierta en una hamaca de la blanca habitación que Edgar comparte con peones menos cultivados que esculcan entre sus pertenencias y garabatean en sus cuadernos. Pronto renunciará, me dice, y aunque no sabe si volverá a hacer cine, la estancia le ha sido provechosa. Junto a la selva ha recobrado cierta paz, cierta calma.
Penúltimo día: hora de visitar las ruinas, de probar el pozol que trae un muchacho de la selva, de ver el sitio donde cayó una turista desde la pirámide mayor. Oscurece. Vuelven a pie, alumbrados por luciérnagas. A la tarde siguiente, tras un licuado en la plaza, quedan de escribirse. "Es necesario te dice, mientras esperan el autobús llegar a viejo. Ver el mundo desde una perspectiva serena." Y, tras abrir a medias la ventanilla, lo ves alejarse a la luz del crepúsculo por la plaza del pueblo.
De nuevo Elena. Pero la fiebre del reencuentro no pasa de aquiescencia. La vida no es tan grave, dice, y tú le crees. Navegas, estudias con vistas a un torneo en España. Se acercan las navidades. Y la carta de Edgar no llega.
Un rumor se filtra por el cable telefónico, una mina revienta desde otra ciudad, tan concluyente, tan falsa, tan mentirosamente atroz. "Falleció el mes pasado." No es posible, no es verdad. Qué ramalazo es éste de la muerte. No pudo haberlo marcado. Y morir tras rellenar la cédula en Obras Públicas con el macabro epíteto. Oficio: peón. Peón letal, peón valiente, peón aislado, peón enemigo, peón olvidado, peón inerme, peón sacrificado y muerto, para siempre muerto amigo.
Hela aquí, la verdadera, la campeona, la invicta, legañosa, amoral, asexual, turbia, gitana muerte. Estallamiento de vísceras bajo su mirada de torvo encantador. Y se aproximan las conversaciones póstumas, las palabras nunca dichas
Qué palenque sin sentido arrasó con tus lentes rosas, herencia de tu abuela, qué imagen amó tu última neurona, qué sueños vivieron contigo esa despedida acaso dulce, de música y riberas alegres, donde transitan burros cargados de ánforas de vino, y una niña les jala los rabos para ver si se dan prisa.
Sólo quieres vegetar, sentirte sucio, jodido, sin consuelo. Escuchas la "Elegía" de Miguel Hernández durante horas, bebes cualquier alcohol pausadamente. Sientes los ojos sin brillo, la quijada caída, el pecho áspero. Miras crecer tus uñas. Encerrado en tu cuarto, reandas el camino.
Vagará acaso en otra dimensión? Seguirá recorriendo con un libro bajo el brazo jardines de árboles secos donde conocerá a otros muertos? Se sentará junto a su admirado Rimbaud para decirle "lo leo mucho"? O reirá sin aspavientos cuando vea que Charlot encontró unos bolillos para ponerlos a bailar? Será por eso que temes menos a la muerte, al presentir que han de encontrarse y se contarán la vida, mientras Edgar hunde el corcho en una botella, lo enlaza con una agujeta y destapa con placer el agua de azahar?
Los días se suceden lentos, escombrados. Tu tiempo es otro. Tus pensamientos deliberan sobre cada letra de sus cartas. Aún aletean sus palabras en el atardecer de Sacromonte: la muerte no es sino una pequeña parte de la vida. Quedan las obras, los hijos, los amigos.
Hubo un abogado a quien conociste en un club de ajedrez. "Haces mal te decía, en la vida existen otras cosas. Lee las confesiones de Alekhine para que veas que no vale la pena." Pero este hombre iba todos los días a ese club de viejos coyotes y se pasaba las tardes comentando el desarrollo de alguna partida.
En el campo la vida insiste. Levantas una piedra y aparecen cochinillas y lombrices. Libélulas azules y púrpuras sobrevuelan la tierra mojada. En cada charco de agua turbia se fermentan larvas de mosquito. Arrecia el viento. Con las suelas cargadas de lodo, resbalas por una cuesta de zacate hasta el arroyo. Hay insectos que caminan sobre el agua, verdor en los resquicios, musgo sobre cada piedra de la orilla. Veloz y rumorosa al angostarse, la corriente se ensancha en el silencio.
...Eres, formalmente, el mismo escrutador de variantes. Pero la serenidad que denotas no es signo de cordura o madurez, sino de agónica pasión. El ajedrez ni te busca ni lo llamas. Resulta difícil creer en tu propia indiferencia. Ayer perdiste, y es que has perdido hasta la esperanza que alguna vez te animara. Demoras las partidas recordando a P. Juegan en un salón muy bello, junto al mar, y al atardecer sales a mirar los montes detenidos del otro lado de la bahía, donde se guarda el sol.
Cuernavaca, 1980-1981
La Jornada Semanal, 11 de agosto de 1996
Había observado siempre con extraño recelo el
alto arbusto, de un escarlata cenizo, que avaramente florecía
en todas las estaciones, como si escupiera algunas feas corolas sin
gracia contra los jazmines, las rosas, las violetas y magnolias de las
plantas vecinas. Sombreaba el greñudo árbol, eso
sí, con una sombra espesa, la mesa de cristal en que se
acostumbraba colocar el damero en el jardín, generalmente para
jugar al ajedrez con los amigos, o reconstruir apasionantes partidas
de los grandes maestros y, en la última era, las de Kasparov,
máximo genio, que se hallaba sufriendoen un segundo encuentro
contra un monstruo electrónico; después del Procesador
Pentium en Colonia, que por poco le gana, y después contra la
computadora Deep Blue (Profundo Azul o Azulado Abismo), en Filadelfia.
Pero esa tarde, tomando una cerveza y en tanto se llegaba la hora del torneo sabatino, se quedó mirando más minuciosamente la nutrida fronda, negra y rojiza del ciruelo, japonés, pictórico y estéril (pues fruto no daba), y se asombró de verlo tan inmóvil, pues el vientosoplaba y hacían ruido las hojas del crecido mazo de bambú. El follaje era pesado, pero no era de hierro. Sólo de cuando en cuando, y si había mucho viento, el árbol se agitaba instantáneamente, como en repentinos espasmos que parecían venir no de los cielos sino de la tierra, a lo mejor del cuerpo, el corazón de la planta.
Eso no es un ciruelo le había dicho el jardinero, y no sé de dónde salió. Esas hojas cuadradas nunca las había yo visto.
Cuadradas? Sí, eran hojas de trazo recto, oscuras por el frente y casi blancas por el envés, lo que le daba a la fronda un aspecto de parpadeante damero, una presencia jaquelada, donde sólo hacían falta las piezas para abrir la partida.
No, no hacen falta las piezas dijo uno de los jugadores recién llegados al espectáculo: ¡ahí están! Las florecillas claras de arriba son la peonada de las blancas, y esos puntos más altos son las piezas mayores... Abajo, todas esas rojas, son las del opositor.
Las flores, efectivamente, sumaban treinta y dos. Se le propuso una Ruy López.
Pensó un rato el ciruelo, el jugador subterráneo, participante advenedizo que cruzaba el puente de dos reinos. Jugó peón cuatro rey a la semana siguiente, cuando surgió en el punto adecuado la nueva flor y cayó al suelo la situada en R2.
Ganaba el árbol todas las partidas, pero tardaba dos años en jugarlas.
Imposible jugar con otra raza de maniáticos. Los entes del reino vegetal no conocen el reloj, que inventaron los hombres para medir la nada; aquellos son anteriores al tiempo, y por supuesto al ajedrez olímpico.