Carlos Bonfil
Dulces compañías

Primer tiempo. Una maestra de geografía, Nora (Ana Martin), conoce a un prostituto de barriada (Ramiro Huerta), lo conduce a su domicilio, y rápidamente deja de ser cliente, parte negociadora (200 pesos por faena es su oferta), para convertirse en rehén de los desvaríos psicóticos de un criminal enamorado de la madre que nunca conoció, pero a la que intuye, anhelante y aterrorizado, en cada mujer que encuentra.

Segundo tiempo. Un año después. Samuel (Roberto Cobo), un titiritero que se sueña artista multiusos -actor, empresario, diseñador de vestuario, etcétera- se liga desde la ventana de su casa al mismo prostituto, lo hace subir a su domicilio, intenta seducirlo inútilmente con música de ópera, espectáculo improvisado de marionetas travestis, y 200 pesos, sólo para soportar su carga de frustraciones y su apetito de revancha social de ex presidiario megalómano y paranoico (``Tengo el mundo en mis manos, pero el mundo se me adelanta y yo me quedo'').

Con un guión basado en Un misterioro pacto y Bajo el silencio, dos obras del dramaturgo sinaloense Oscar Liera (1946-1990), el cineasta Oscar Blancarte (Que me maten de una vez, 86; El jinete de la divina providencia, 88), realiza en 1994 Dulces compañías, un melodrama sórdido, enclaustrado, ajeno a la retórica moralista y al tremendismo satisfecho. Una cinta interesante, aunque desigual desde su punto de partida, el texto.

Oscar Blancarte registra, en grandes trazos, en tonos azulados y lloviznas persistentes, atmósferas muy sugerentes de la ciudad de México, pero esto es esporádico y dura poco tiempo. Casi toda la acción transcurre en un espacio cerrado y las escenas soportan el lastre de algo muy cercano al teatro filmado, con abundancia de soliloquios, disgresiones narrativas (historia de El Principito, de Saint-Exupéry; la madre ausente, el hermano ficticio de Samuel, etcétera) y consiguientes rollos psicologistas. Todo esto le resta agilidad y fuerza a la propuesta visual, cinematográfica, de Blancarte. Lo áspero del relato, la referencia a la nota roja, el tratamiento novedoso (en el cine mexicano) de la prostitución masculina, la violencia urbana, parecería apuntar hacia un tipo de realismo vigoroso, tajante (al estilo de Gabriel Retes -La ciudad al desnudo o de Gerardo Lara- Diamante). Asistimos, en cambio, al reciclamiento de elucubraciones sobre el complejo de Edipo, el incesto inconfesable y la homosexualidad reprimida (``Yo no soy de closet, hay muchos que sí'', Samuel).

El tránsito del desafío a la autoconmiseración, el rencor social quejumbroso, el desprecio de la carne. En el prostituto se combinan estos aspectos sin que por ello el personaje alcance gran densidad, se vuelva convincente, sensual, o siquiera despreciable. El tema de la homofobia se banaliza porque una actuación justa y vigorosa como la de Roberto Cobo como homosexual de 58 años (la misma edad del doctor Fausto, otro personaje homosexual de Blancarte, en el tercer relato de Que me maten de una vez) carece de una respuesta de pareja intensidad. (Algo que sí funcionó notablemente entre el propio Cobo y Gonzalo Vega en El lugar sin límites, de Arturo Ripstein).

Con todo, Dulces compañías es una cinta arriesgada, de bajísimo presupuesto y grandes dificultades de distribución, ajena a ese afán de comercialización instantánea que ha frustrado la calidad de tantas cintas recientes del cine mexicano. Liera maneja en su cine aspectos de grotecidad como elementos de una estética muy personal, sin naufragar por ello en el tremendismo. Con una fotografía inquieta, que distorsiona ángulos, juega con espejos, escrutina rostros, y con flash-backs brevísimos que son instantáneas de una nostalgia adolorida, Blancarte reelabora una narración introspectiva, y toma sus distancias con el naturalismo social, llamativo y melodramático de El profeta Mimí o El callejón de los milagros. Oscar Blancarte ofrece -por encima de las vacilaciones del texto- una cinta serena y taciturna, un relato de insatisfacciones amorosas y reclamos sexuales apagados, con escenas lacónicas y frías como el beso que recibe Samuel de su Judas chichifesco (Antonio Huerta en su mejor momento) o las largas expresiones de desasosiego y tristeza de Nora (Ana Martin, estupenda) frente a su ángel exterminador.