Miguel Covián Pérez
Encubrimientos

Han transcurrido dos años, cuatro meses y dieciocho días desde la tarde del crimen que privó de la vida a Luis Donaldo Colosio. Lejos de haberse realizado investigaciones serias y sistemáticas encaminadas a esclarecer los hechos, precisar sus motivaciones y revelar la identidad de los culpables, resulta ostensible la acumulación de desaciertos, casuales o deliberados, que han levantado una fortaleza inexpugnable de sucesivos encubrimientos.

En esa cadena de ocultamientos y desviaciones, el proceso y la absolución de Othón Cortés no viene a ser sino la gota que derrama el vaso de la incredulidad pública. Cualquier persona con tres dedos de frente ya sabe con certeza que procuradores, fiscales especiales y jueces cumplen un objetivo diametralmente opuesto al que correspondería a sus deberes oficiales: ellos trabajan para hacer imposible la comprobación fehaciente de la hipótesis del complot y para impedir el seguimiento de los hilos que conducirían a identificar a las personas que tomaron la decisión criminal y ordenaron asesinar a Colosio.

Aun la incapacidad y la negligencia tienen límites connaturales. Por eso no es creíble que las sombras cada vez más densas que envuelven lo ocurrido el 23 de marzo de 1994 e impiden penetrar la urdimbre de complicidades tejidas en los días previos, sean producto espontáneo de la ineptitud. Los actores cumplen al pie de la letra el papel que tienen asignado: aparentan que trabajan, que las líneas de investigación no están agotadas y que siguen nuevas pistas. Incluso deben prefabricar resultados y consignar a presuntos implicados, pero hacerlo de manera tan endeble que su ulterior absolución esté asegurada de antemano. El efecto pretendido es generar un escepticismo en cierto modo justificativo: si no ha sido posible probar una coautoría material, mucho menos factible podrá ser demostrar las supuestas autorías intelectuales.

Los encubrimientos se iniciaron desde los minutos siguientes al atentado de Lomas Taurinas. El Ministerio Público federal ejerció la facultad de atración y tendió un cerco impenetrable en torno del asesino material detenido en el escenario de los hechos. ¿Para asegurarse de que no pudiera escapar o para cerrarle la boca para siempre? Quienquiera que sea la persona que compurga una sentencia de cincuenta años de prisión en Almoloya, ya nada habría podido aportar en una investigación rigurosa y de buena fe, mucho menos dentro de un libreto preparado exprofeso.

Hablemos de evidencias. La mayor, la que nadie puede dejar de percibir, es que el gobierno de Carlos Salinas tuvo el poder, la oportunidad y los medios para investigar a fondo y esclarecer el magnicidio y que, sin embargo, no lo hizo. Los hechos posteriores revelan que sus principales empeños estuvieron encaminados a confeccionar un desenlace sin implicaciones políticas y a tratar de convencer a la opinión pública de que, con la condena de Mario Aburto, el caso debiera quedar cerrado. En otras palabras, el interés manifiesto del entonces presidente Salinas fue dar a la opinión pública gato por liebre.

La consecuencia de este burdo intento de hacernos comulgar con ruedas de molino, ha sido fortalecer la creencia generalizada de que el ex presidente dirigió el complot, o por lo menos tuvo conocimiento de que se fraguaba y tácitamente lo autorizó, pues nada hizo para impedirlo. En el primer caso, habría sido el autor intelectual del crimen; en el otro, su principal encubridor. De otro modo, la gente no se explica por qué todos los actos supuestamente indagatorios estuvieron dirigidos, no a encontrar pruebas y conexiones, sino a desvanecerlas; no a aclarar sino a confundir; no a apoyar a quienes por su cuenta realizaban su propia investigación, sino a intimdarlos. En vez de esforzarse en preservar la vida y la integridad física de quienes podían aportar indicios, se percibió un suspiro de alivio cuando algún asesino anónimo los hizo desaparecer.

Después de la excarcelación de Othón Cortés algunas declaraciones periodísticas afirman que, respecto del caso Colosio, estamos como al principio. No estoy de acuerdo.

Estamos peor porque la impunidad tiene cada vez más cómplices y mayor número de personas está comprometida en la innoble empresa de hacerla prevalecer. Pero estamos también ante la última oportunidad de reiniciar la investigación y ponerla a cargo de otros profesionales, insospechables, aptos y honestos; y llevarla a cabo sobre otras bases, ya no las de ficciones prefabricadas y encubrimientos recíprocos, sino las del sentido común que aconseja, en primer lugar, dejar en paz a los comparsas y levantar la mira hacia los actores principales. De lo contrario, el carpetazo es inminente.