La rueda de prensa de King Crimson me sembró una duda fundamental: ¿Qué dijeron que no supiéramos ya por las revistas especializadas? Luego tuve un segundo acercamiento, un poco menos tumultuoso, con Bill Bruford y Tony Levin, en donde cada uno dijo, de forma individual, lo que acababan de decir en formato colectivo. En la noche veríamos probablemente el mejor concierto que hemos tenido en México; pero eso no lo sabíamos entonces. Yo quiero entrevistar a Robert Fripp, dije. El maestro no concede entrevistas, contestó su manager personal antes de que los organizadores de los asuntos de la prensa pudieran decirme lo mismo. En la noche, durante el concierto, pudimos ver que Fripp estaba situado en una tarima aparte del resto de la banda, sin focos que lo iluminaran y totalmente convencido de que cualquier contacto extramusical, con el público o con sus músicos, podía perturbar su equilibrio. Al final de las canciones agradecía con una imperceptible caravana y escapaba por atrás del escenario. No es posible, diríamos en la noche, que un individuo con semejante grado de inmovilidad produzca tal cantidad (y calidad) de sonidos.
El manager personal de Fripp, seguramente arrepentido por que su prohibición había rozado la descortesía, agregó que desde la noche anterior el maestro se había metido a su habitación y no pensaba abandonarla hasta el momento de subirse a la camioneta que lo transportaría al teatro. Me parece muy bien, dije, pero yo quiero entrevistar a Robert Fripp. Y a la siguiente tanda de argumentaciones, yo fui respondiendo, al final de cada una, con la misma necedad. Espérame ahí, dijo fatigado el mánager. Entonces me entregué a las tareas propias de un entrevistador en el umbral de la gran entrevista. Ese umbral era el bar del Hotel. Desde mi trinchera, que era un tarro de cerveza oscura sobre la barra, dominaba los movimientos del lobby, ponía especial atención a las puertas de los elevadores, de ahí vendría la señal del manager, si es que lograba convencer al maestro. Probé repetidas veces la efectividad de la grabadora contando del uno al diez o recitando el nombre de los objetos que poblaban la barra y que a la hora de grabarse en la cinta adquirieron el aspecto de mantra urbano o de haikú ridículo. Recordé el testimonio de uno de los asistentes al curso de guitarra que imparte Fripp una vez al año.
Aquel alumno no salía de su asombro cuando descubrió que la mayor parte del curso consistía en desmañanarse, meditar, consumir toda la gama de las verduras y acostarse temprano, luego de una sesión mínima de quince minutos con el maestro. El manager personal me había dicho, con el ánimo de abultar su argumentación en contra de la entrevista, que Fripp no hablaba con nadie, ni aunque se tratara de algún integrante de la banda; que hasta Mr. Belew tenía que comunicarse a través de él cuando necesitaba decirle algo al legendario guitarrista. Tony Levin y Bill Bruford habían asegurado que Fripp era una persona extraordinaria aunque no hablara con nadie nunca.
En la noche, después de asistir a su concierto, no sólo comprobé que no hablaba con nadie, también descubrí, al observarlo cuando caminaba en los laberintos del backstage, que tampoco veía a nadie; se desplazaba por el espacio como si las cosas tuvieran que quitarse para que él pasara; y no sólo eso, también tuve la vertiginosa impresión de que las cosas procuraban no estorbarle. En realidad supe desde antes que Fripp no hablaba con nadie. Dos cervezas más tarde, cuando empezaba a tener la impresión de que la entrevista se había frustrado, vi que el manager personal salía del elevador y me hacía una señal con la cabeza.
Sin más arma que mi grabadora y dos tarros de valor volátil, recorrí los 20 pisos que nos separaban de su habitación, viendo la tira de números que anunciaba el paso de los pisos y tratando de traducir mis dos o tres preguntas básicas, a un inglés que no sonara muy rudimentario.
Caminamos hasta el final del pasillo, en donde había una puerta más grande que las demás. El manager personal abrió la habitación con una tarjeta electrónica y me señaló un sillón para que acomodara ahí mi silencio absoluto. Cinco minutos más tarde, con mi grabadora intacta y mis tarros de valor volátil totalmente volatilizados, fui conducido ante la presencia de Robert Fripp. El artífice de King Crimson estaba sentado con los ojos cerrados frente a un ventanal que contenía una panorámica sobrecogedora de la ciudad de México. El manager personal me señaló una silla junto al guitarrista, reiteró con un gesto que era necesario un silencio absoluto y antes de abandonar la habitación me entregó un papel que decía: ``cuando te vayas asegúrate de que la puerta quede bien cerrada''. Supuse que el mensaje tenía un trasfondo filosófico que había que desentrañar en otro momento. Mientras tanto el maestro seguía contemplando la ciudad con los ojos cerrados, su concentración poseía todos los síntomas de la catatonia. De no haber sido por el murmullo del aire acondicionado me hubiera sentido víctima de una sordera súbita. Guardé mi grabadora, me acomodé en la silla y cerré los ojos frente a la misma ventana. No sé cuento tiempo pasó, pero al abandonar la habitación tuve la certeza de que había conseguido mi mejor entrevista.