Para Rocío y el jefe Memo
Tienes razón, viajera: uno de los ángulos más patéticos de la deshumanización galopante de nuestra ciudad es el trato a los ancianos. Esa serie de reportajes de Triunfo Elizalde sobre lo que ocurre en el asilo del Insen, desgarradora como fue, me dejó una inquietud: si eso ocurre con los ancianos que por lo menos obtienen unas migajas de ``gasto social'', ¿qué pasa con todos esos otros --más de 95 por ciento, según los datos que ahí se manejaron-- que no tienen ningún árbol al cual arrimarse?
No siempre fue así. Allá por los sesentas, mi padre era un viejo de porte digno y mirada despierta, que marchaba todas las mañanas en tranvía a su trabajo en el gobierno, donde gozaba, si no de poder e influencia, sí del respeto y cariño de sus compañeros y aun de sus jefes más jóvenes, que incluso se acercaban a pedirle consejo y experiencia, siempre anteponiendo un atento ``señor ingeniero''.
Poco afecto a la parranda, prefería llegar temprano a casa, comer en la cocina platicando las incidencias del día con mi madre y hacer la digestión con un anís o un vino de mora o de membrillo de los que preparaban en su solar nativo, en la sierra hidalguense. A veces --cuando su modestísimo sueldo lo permitía-- acompañaba su comida con un tinto. Luego sacaba su papel pautado y se ponía a componer, o bien dibujaba o escribía, casi siempre algo dedicado al pueblo de sus amores.
Murió como trabajador activo, a los 75 años, y a su sepelio concurrieron desde funcionarios hasta elevadoristas, lo mismo contemporáneos suyos que de dos o tres generaciones adelante, y decenas de paisanos, unos encumbrados, otros humildes. No mucho después se puso de moda aquella canción de Piero que se refería al tranvía y al vino tinto, y como mi madre siempre llamó ``mi viejo'' a su compañero de casi 30 años, la tonada le arrancaba lágrimas desde los primeros compases. Sigue arrancándoselas hoy, a casi un cuarto de siglo de distancia.
Todo eso fue antes, mucho antes de que el neoliberalismo --ese invento de izquierdosos delirantes-- arrojara a tantas personas de la tercera edad de sus puestos de trabajo con el ardid del retiro voluntario o el despido simple, y les fuera reduciendo las pensiones, luego las magras prestaciones, más adelante las posibilidades de una supervivencia que pudiera llamarse humana, y hoy, prácticamente hasta la de una muerte digna.
En estos días, viajera, en que nos toca llorar la muerte de algún anciano querido, me vienen a la mente esos que se mueren todos los días sin que los llore nadie.