Por razones profesionales y por una obsesión malsana, he leído en los últimos días varias decenas de artículos sobre la reforma constitucional en materia electoral, y estoy convencido que se puede intentar una especie de tipología de cómo no leer dicha reforma.
1. Sólo por sus puntos débiles o francamente malos. La reforma tiene asuntos no sólo opinables sino eslabones en sí mismos cuestionables. Diversas voces han señalado las restricciones retroactivas para la elección del jefe de gobierno del DF o a los consejeros ciudadanos, y otros han apuntado a la fórmula de integración del Senado que rompe con el principio doctrinal de que cada entidad tenga el mismo número de representantes. Y les asiste la razón. Pero...
2. Sólo por lo no incluido. Cierto que la reforma no agota todos los temas relacionados con la agenda electoral, es el caso de aquellos que la rebasan pero que se discutieron en su momento, como el referéndum, el plebiscito, la iniciativa popular, u otros estrictamente electorales y que eventualmente pueden aparecer en la reforma legal, es decir, en la reforma al Cofipe. Pero..
3. Compararla contra las expectativas de cada quien. Cada uno, legítimamente, podía esperar de la reforma diferentes desenlaces. En estos casos se apuntan reivindicaciones particulares no cumplidas (que si las candidaturas independientes, que si la representación proporcional estricta en la Cámara de Diputados), para sentirse defraudados. Se comprende el enojo, pero...
4. Los que le piden peras al olmo. Otros han llegado más lejos invocando que la reforma no resuelve diversos temas sin dudas capitales como los del federalismo, la división de poderes, o la pobreza y la desigualdad. Con franqueza, están fuera de foco y reclaman a la reforma electoral lo que en sí misma simple y llanamente no puede dar, ya que no es un sombrero de mago que todo lo resuelva.
5. Por lo que a mí me afecta. Esa primera persona del singular pueden ser los partidos más pequeños que ahora tendrán que conseguir el 2 por ciento de los votos, y no el 1.5 para acceder al reparto de los diputados plurinominales, o las personas para las que lleva dedicatoria algún artículo transitorio. Desde su particular punto de vista sin duda tienen razón. Pero...
6. Para no darle crédito a X ó Y persona. Se trata de la lectura más mezquina de todas. Aquella que no puede reconocer la importancia de la reforma porque ello fortalece o legitima al Presidente o al secretario de Gobernación o a Santiago Oñate o a Porfirio Muñoz Ledo o a Felipe Calderón o a Alberto Anaya o al ``sistema'', ese personaje misterioso que todo y nada explica.
7. Una combinación de las otras. Se trata de una mezcla de la 1 con la 2, o de la 3 con la 4, o de cualquiera con la 5, o la 6 y la 7, dado que las combinaciones si bien no son infinitas sí son muchas.
El problema de todas esas lecturas es que omiten lo central y magnifican lo secundario. Ven los árboles y no el bosque, se detienen en aspectos específicos sin valorar la parte fuerte, medular, de la reforma. Curiosamente se emparientan porque omiten lo que sí aparece, lo que ofrece sentido a la reforma y le otorga su enorme significado. Creo que la reforma no se puede leer si no se observa el conjunto, si no se comparan las nuevas normas con las preexistentes y si no se pondera su impacto y significado.
Para hacer el balance de la reforma es necesario valorar la elección directa del jefe de gobierno del DF y en el año 2000 de los sustitutos de los delegados, las nuevas facultades de la Asamblea, la integración del órgano electoral, las disposiciones en materia de financiamiento a los partidos, los topes a la sobrerrepresentación en la Cámara de Diputados y la inyección de más vigorosos vientos pluralistas al Senado, los criterios generales que deberán ser incorporados a las legislaciones electorales estatales de tal suerte que las mismas se sintonicen con el aliento reformador, la posibilidad de iniciar juicio de inconstitucionalidad por normas federales y locales en materia electoral, la nueva fórmula de integración y nombramiento el Tribunal Electoral, la salida del Ejecutivo no sólo del IFE sino también del procedimiento para elegir a los magistrados del Tribunal, el destierro de la calificación presidencial a través del colegio electoral, etcétera. Y el etcétera en este caso no es un recurso inercial, sino una manera de poner, por lo pronto, punto y aparte.
Ese contenido que trasciende nudos fundamentales de nuestras normas electorales fue además acordado por consenso y tiende a profundizar el proceso democratizador en curso, ya que ayuda a crear mejores condiciones para la contienda electoral, lo que debe llevarnos a que la vía electoral se convierta en el expediente indiscutido a través del cual la diversidad política contienda, con posibilidades de alternancia, modificando de manera sustantiva los viejos esquemas del quehacer político monopartidista (o casi) y sin competencia, por un auténtico sistema de partidos con altos grados de competitividad.
Claro que ello no resuelve todo, pero sí algo fundamental: la posibilidad de que la pluralidad política que llegó para quedarse pueda luchar con mayores márgenes de certidumbre y confianza por los puestos de elección popular de manera legal y pacífica. Y ello, me perdonan, no es poca cosa.