La Jornada Semanal, 4 de agosto de 1996
Atenas 1896. El francés Albin Lermusieux se inscribió en
los 100 metros planos y, al día siguiente, en el
maratón. "Su gesto es como una gota de agua en un
océano", dijeron los griegos, quienes aseguraron tener
razones délficas para suponer que los atletas nacidos en la
cuna de cretenses y espartanos ocuparían la escalinata
más alta una prueba tras otra. El francés se
acercó a su puesto de arranque, frente a la recta más
larga de su vida, con unos guantes blancos que cubrían sus
dedos largos como flautas. "Por qué usa
guantes?", le preguntó un reportero. "Porque corro
para el rey." Lermusieux ganó el bronce para su rey. Al
día siguiente debía correr el maratón.
"Cuál es su estrategia para completar semejante
hazaña?" "Bueno, un día corro muy
rápido y al día siguiente corro muy despacio."
Nadie vio a Lermusieux aparecer en el estadio pero hay quienes afirman
que lo vieron trotar muy quedito, como si hubiera regresado a casa,
mientras remontaba el monte Grammos.
Fue el campesino Spiridon Louys quien "salvó el honor" de la Grecia litúrgica, trinitaria, ecuménica y acéfala. La culpa teológica de prelados y diputados resultó una pálida sombra comparada con la melancolía en la que se sumió el pueblo griego ante las repetidas derrotas de los héroes apócrifos.
Marineros y comerciantes, usureros y colaboracionistas, demócratas y monárquicos, zapateros y aprendices de poetas, damas de servicio y jornaleros, todos lloraron en las tabernas y sobre los olivares, en sus jacales, en sus departamentos de lujo, orillados en sus botes. Pero cuando los espectadores en el estadio se dieron cuenta de que quien entraba solitario y con paso firme era su paisano Louys, el crepúsculo de antiguos dioses alargó su sombra en los corazones. La algarabía del fiscalizador, del que estaba endeudado hasta el cuello, del redactor que mira desde su ventana, incólume, las modas éticas, fue la misma. El Estadio se llenó de un júbilo maternal, como los surcos que siguen los olivos. La memoria de la gran madre, Potnia Théron, vivía por el retorno de Agamemnón, Ulises y Menelao. Atentos al gesto de sus súbditos, el rey Constantino y su hijo, el príncipe Jorge, bajaron a la pista y acompañaron al agotado corredor hasta la meta. Esa noche, Dodoner, Corinto, Onchestos y Argos tenían un héroe al que aconsejar después de tantos siglos en silencio. Esa noche, los aceituneros regalaron a Louys enormes cantidades de dinero, fue colmado de regalos y bagatelas por los comerciantes atenienses y muchas mujeres le propusieron matrimonio en las ruinas de Lindos, en alguna orilla del mar Egeo.
París 1900. "¡El joven repartidor de pan de la villa de París, Michel Theato, se ha colado al podio de los vencedores!", dijo un saltimbanqui, mientras veía jugar con los bolos a un grupo de señores en el bosque de Boloña. "No me extraña", agregó un mago del Boulevard Montparnasse que se había aventurado por aquellos lares sólo porque iba en compañía de buenos compinches, "su victoria ha sido impecable, todo ha salido a pedir de boca. El pan tiene sus recompensas..." Un tragafuego sacó un vino de agujas, raspante como sus labios, y brindó con la banda. Los reclamos de algunos competidores resultaron inútiles. Nadie pudo comprobar ante los jueces que Michel había tomado atajos. Un cronista deportivo lo dijo así: "El libro del maratón se ha escrito en dos partes. La primera se ha parecido más a un catálogo de ocurrencias psíquicas, más o menos subjetivas. El señor Spiridon Louys aún sigue girando en órbitas de planetas que lo mantienen muy lejos de su verdadero quehacer, junto a los manzanillos, acebuches y zambullos. En cambio, la segunda parte se ha escrito con industria e inspiración: Theato corrió como un mago por las calles de París. Sus más tiernos rivales fueron 'entretenidos' por camelots en alguna esquina, otros más tenaces fueron 'mesmerizados' por un escamoteador o aterrorizados por un sacamuelas. Los duros fueron aporreados por una compañía de la legua cargada de guiñoles. Pero todo esto es un delirio de las mentes frágiles, cuya templanza y sentido de la realidad se quiebran al filo de los 30, tal vez 35 kilómetros de la extenuante carrera."
San Louis 1904. "El viento se quedó en casa hoy", le dijo Fred Lorz al hombre de ojos azules, barba gris y sonrisa bondadosa. Éste manejaba pegado al volante porque era corto como un zíper y mascaba una bola de tabaco como una esfera de billar. Volteó y lo miró un instante. Regresó a lo suyo. Lorz no podía ocultar el rictus de dolor por el músculo acalambrado. Los más duros le llevaban apenas cinco minutos de ventaja. "La humedad es ahora del 77%", pensó el conductor, "probablemente aumente en las próximas horas." Hizo una mueca, escupió una flema ambarina y dijo: "Ande, suba de una vez, que no tengo su tiempo." Mientras el camión avanzaba, Lorz se acordó de las caricias de su María y comenzó a darse masaje en la zona afectada; sintió alivio, casi como cuando la tenía finalmente entre sus brazos, pero entonces el motor del vehículo tosió y se ahogó. "Hasta aquí llegamos, mi buen", dijo el chofer.
Días más tarde, el camionero testificó algo que el mismo Lorz, atormentado como un moderno Raskolnikov, había terminado por confesar ante la presión de un estadio delirante y la mirada escudriñadora de algunos jueces:
"¡Me prometió que sólo regresaría al estadio por sus cosas personales. Cuando la prensa publicó al día siguiente la noticia de que él había ganado el maratón de San Louis, me dije: '¡Bravo, chico, lo hiciste!' Pero luego me di cuenta de que me había usado no para alabar al Señor sino para hacerse famoso, y eso me encolerizó. Por eso estoy aquí, para testificar que Fred Lorz hizo trampa."
Los Ángeles 1932. El caso de Jim Thorpe despertó las pasiones, al igual que el del finlandés volador, Paavo Nurmi, quien no sólo tenía el ritmo cardiaco más lento sino también la billetera más gorda que cualquier atleta en esos días. Thorpe fue condenado por recibir una módica paga durante algunas temporadas en el beisbol de verano, cuando era estudiante en Carslile; el finlandés volador cobraba, en cambio, buenos salarios por demostrar su "arte", que había fascinado a los espectadores en Amberes1920 y en París 1924. Thorpe y Nurmifueron suspendidos, y ambos fueron reivindicados de distintas maneras. En 1983, la familia de Thorpe recibió de vuelta las medallas que el piel roja había ganado en la pista. Nurmi tuvo que "conformarse" con mirar las competencias desde las gradas, junto a Chaplin, los hermanos Marx y Gary Cooper. Hoy, el León se echa a sus pies y el Centauro los sigue a galope.
Berlín 1936. "Una gigantesca empresa, una alucinación colectiva, un preludio del pandemónium. Ich rufe die Jugend der Welt", dice la voz invisible que acompaña al celuloide en una sala de Brooklyn. "La extraña belleza del documental filmado por Leni Riefensthal es elocuente. Puede verse allí el llamado del dios vegetal, del dios animal, del ciervo ofrecido a las juventudes del mundo. Puede verse el rostro negro y brillante de Owens, la figura del campesino griego Spiridon Louys junto a Hitler el día de la inauguración. Ironía de la vida, pues otros campeones de Atenas 1896, como lo había sido el mismo Louys, serían víctimas de la 'solución final' orquestada por el III Reich. Tal fue el caso de los gimnastas alemanes Alfred Flatow y su primo Gustavo. La extraña belleza de una liturgia capitularia, falárica, como el dardo que se hunde en el corazón."
Londres 1948. Como la estela que deja tras de sí el paso de las embarcaciones por el Támesis, como la figura de una loba herida pintada en un antiguo skyphos corintio, como la figura anhelante de Sélinos después de una libación frente al altar de Potnia Théron, el mexicano pensó en su amada y se acercó al punto de partida. Allí estaban, entre otros, un salinero del norte del Japón y un bombero de la provincia argentina de Córdoba. "Correré como si el pavorreal desplegara su abanico para encontrar sus besos tiernos, como si el ave indiana buscara posarse en su hombro. La cruz austral le abre los brazos y los pequeños lebreles danzan alegres a su lado", se dijo el mexicano. El juez dio la salida.
La carrera fue como la cauda del cometa que tira una estocada a Marte y se desliza como una anguila por los anillos de Saturno. Y mientras la reina madre recibía en el palacio de Buckingham a Avery Brundage y la veterana ama de casa Francina Blankers-Koen ganaba cuatro medallas de oro a los 30 años, después de haber parido dos veces, y Bob Mathias triunfaba en el decatlón a los 17, y Cy Young lanzaba la jabalina como si hubiera querido atravesar el triángulo boreal, y el teniente del ejército checo, Zatopek, imponía su paso de locomotora, el mexicano sintió por ahí del kilómetro 25 que las bujías de la ciudad paveseaban. Pensó que lo suyo era mental. Enamorado aún, a la altura del kilómetro 33 luchaba a brazo partido con el hombre de sal y el bombero cordobés, como Jacob con el ángel. Al rebasar el kilómetro 40 no encontró aire en sus pulmones para arrojarlo por el agudo clarinete, ni vigor en sus flojas articulaciones para esgrimir el arco del violín. Cien metros más adelante quiso espiar a su amada por la brillante cerradura del Oriente.
Entonces las estrellas se apagaron en el cielo y los ojos que deseaba se abrieron en la tierra.