MAR DE HISTORIAS Cristina Pacheco
Argumentos de peso
Marcela apaga el radio. Esta mañana la programación musical le resulta intolerable, lo mismo que las bromas que el locutor de su radiodifusora predilecta les hace a las mujeres que, con pretexto de pedirle una canción, le coquetean: ``Oye, ¿me podrías tocar una?'' El recuerdo de esas vocecitas empalagosas la exaspera al grado de no poder explicarse cómo es que otras mañanas celebró el intercambio de sandeces y hasta suspendió sus quehaceres para no perderse ni una palabra.
Con movimientos que denotan su incomodidad, Marcela retira las carpetas que adornan el respaldo del sillón. Le da rabia pensar que allí dejó su vista. Piensa que si en los meses previos a su boda no se hubiera dedicado a tejer maravillas, a estas alturas no tendría que comerse --aparte de todo lo demás-- una zanahoria diaria. Para comprobar los efectos benéficos de su dieta, se vuelve hacia el reloj: ``¡Las once!'' Como si en las manecillas estuviera escrita una orden, empieza a asestarle puñetazos a los cojines, de los que salen motas de polvo y un objeto que brinca al piso de cemento.
Es un botón. Marcela lo levanta, lo observa con desánimo y después lo arroja en el canastito donde guarda sus cosas de costura. Desea tenerlo a mano para pegarlo en la ropa de Anselmo, que seguramente pronunciará la queja y la amenaza que repite a diario: ``No me estás ayudando y acabarán por correrme''.
Desde hace tiempo Anselmo le atribuye a su mujer todo lo malo que le sucede. Marcela no ha intentado siquiera rebatirlo: sabe que la mínima discusión se convertirá en un zafarrancho; prefiere callarse y esperar a que su esposo recobre su habitual serenidad. ¿Cuándo ocurrirá eso? Quizás en el momento en que él renuncie al uniforme de policía porque entonces dejará de tener miedo y hambre.
Las dos explosivas sensaciones aparecieron juntas poco después de que Anselmo se incorporó al agrupamiento. Si Marcela hubiera sabido lo que les esperaba, le habría dicho: ``Mejor sigue de portero''. No lo hizo, entre otras cosas porque le agradó muchísimo ver a Anselmo ataviado con el uniforme azul. La prenda reavivó su apetito sexual y se atrevió a pedirle a su marido que le hiciera el amor con el quepi puesto. Ahora ese accesorio cuelga de un clavo y Anselmo --corroído por el temor y el hambre-- no lo busca.
Tuvieron la primera señal de lo que iba a sucederles el día en que Anselmo cumplió años. Para celebrarlo ella lo esperó a comer y de obsequio le sirvió pellizcadas de tuétano y como plato principal un mole de olla condimentado y rojo. A mitad de la comida se escuchó un ruido: era el quinto botón que, desde la camisa de Anselmo, saltó al piso con la inocencia de una canica. ``Chaparra, se me hace que estoy engordando''.
Marcela interpretó la frase como un elogio a sus habilidades culinarias, pero aún así aclaró: ``No será por mi culpa, sino por los refrescos, las tortas y los tacos que te comes en la calle''. El no lo negó; sin embargo procuró disminuir sus culpas: ``No me queda de otra. Con lo que gano, ni modo de irme a diario al restorán. Además, aunque pudiera, sería imposible darme ese lujo: si un oficial descubre que abandoné mis rondines, puede ordenar mi arresto. ¿Te imaginas?'' Esa fue la primera noche en que Anselmo enamoró a su mujer con el quepi puesto.
Pasaron semanas sin que volviera a hablar del asunto. El tema reapareció un lunes que An-selmo regresó más tarde de lo habitual y malhumorado preguntó: ``¿Qué hay de comer?'' ``Arroz, garbanzos y frijolitos''. El menú dicho con acento cantarino por su mujer, no lo satisfizo: ``¡No puedes darme otra cosa?''
Extrañada, con la olla humeante entre las manos, Marcela preguntó: ``¿Como qué?'' En vez de responderle, Anselmo se dirigió a la recámara. Después de vencer una seria sospecha --``Este se atrancó en la calle y le da pena decirme que ya no tiene hambre''-- Marcela lo siguió: ``Oye, ¿qué te pasa? Siempre te han gustado los garbanzos''. Anselmo se limitó a volverse hacia la pared.
Marcela regresó a la cocina, decidida a no concederle importancia al incidente. Para demostrárselo, se sirvió una buena ración de guisado, pero luego de darle una probadita lo devolvió a la olla y se fue a la cama. A los pocos minutos advirtió la intranquilidad de Anselmo; sintiéndose vencedora, sonrió imaginando que, como en otras ocasiones, él buscaría en silencio la reconciliación. Marcela cerró los ojos, respiró hondo y trató de recordar el sitio donde estaba el quepí.
Anselmo rozó el hombro de Marcela. Ella pensó que era la oportunidad de mostrar su buena disposición. Comenzaba a bajarse los tirantes cuando oyó la voz lúgubre de su marido: ``No puedo más, no aguanto, dame...'' Enardecida por aquel reclamo salvaje, Marcela se deslizó pero no logró tocar a su esposo, que ya saltaba de la cama gritando: ``Garbanzos, frijoles o lo que sea ¡pero dame de comer! No importa lo que suceda''.
Marcela olvidó su frustración cuando oyó a su marido pedirle un segundo plato de guisado. ``¿Ya ves? Y no querías. ¿Qué te picó?'' Esa pregunta borró el entusiasmo de Anselmo, que al fin explicó el motivo de su malhumor: ``En la mañana nos llamó el comandante para decirnos que nos harán un chequeo médico. No quieren obesos en la corporación, que porque se ve mal y no somos tan ágiles''. Marcela protestó. Ella tenía innumerables pruebas de la agilidad de su esposo --anteriores a la aparición del quepi--, lástima que no pudiera mostrárselas al comandante. Anselmo no celebró el chiste y sentenció: ``Los gorditos, ¡pa'fuera! Eso me dijo, y también que debo bajar unos diez kilos... Por eso no comí en todo el día y hasta me dolió el estómago''.
Anselmo terminó adoptando el gesto de un niño maltratado. Marcela, entre conmovida e irritada, quiso hacerlo reaccionar: ``Bueno, ¿te contrataron para ser policía o para qué?'' El torció la boca y con eso aumentó la furia de su mujer: ``No les basta con que arriesgues el pellejo todo el tiempo y ahora quieren que tengas cinturita de avispa''. ``Tampoco exageres'', murmuró Anselmo alejándose de la mesa para no echarle mano al pan dulce.
Al cabo de unos minutos de silencio, Marcela exclamó: ``¡Cómo me hubiera gustado estar allí para decirle a tu dichoso comandante el peligro en que estás. Si piensas salirme otra vez con que exagero, nada más acuérdate de la balacera en la joyería y del tipo que te amenazó cuando impediste que se robara un coche''. Anselmo la detuvo: ``¿Para qué? No me lo van a tomar en cuenta, dirán que para eso me contrataron''.
Marcela dio una palmada: ``¿Ves? Me estás dando la razón. Te contrataron para vigilar las calles, no para un desfile de modas''. Aurelio levantó los hombros, tomó un palillo y se lo metió a la boca: ``Ni modo, chaparra, vas a tener que hacerme comida de dieta: jamón, huevos...'' ``Acaban de subir'', informó Marcela. ``Entonces pescado''. ``Es mes sin erre, puede hacerte daño''. ``¿Y verduras? ¿Eso también me hará daño?'' Su esposa le respondió primero con una sonrisa y después con un argumento impecable: ``No, pero no puedo comprarlas: están carísimas. Dile eso a tu comandante, pregúntale si te van a aumentar el sueldo para que te haga comida de dieta''.
Harto de la discusión Anselmo escupió el palillo: ``Bueno, pos entonces no trago ¡y ya! La cosa es bajar de peso porque si no me quitan el trabajo ¿que no entiendes? Piensa qué haríamos en ese caso''. Marcela dio una respuesta inmediata: ``Te regresas a la portería y ya. Ahí nadie te molestó nunca porque estuvieras gordito y no corrías tanto peligro''. Anselmo suspiró y dio una orden, más que para su mujer, para sí mismo: ``Me chingo. Desde mañana: ¡dieta! Pero tú no te preocupes, como lo que quieras''. ``Estás loco. Yo también l'entro. Me hará bien y tendremos un solo gasto''.
Desde el día siguiente a la conversación, la vida doméstica perdió para Marcela todo encanto: la casa se ha vuelto un campo de batalla, la cocina una cárcel donde tiene prohibido ejercer sus habilidades culinarias, las idas al mercado una lucha feroz entre su promesa
--``Yo también l'entro''-- y las tentaciones con que la asedian los vendedores de fritangas: ``Pruébelo sin compromiso, güerita''. Anselmo no es menos infeliz. Vive agobiado por los peligros de su trabajo y las exigencias de una dieta que no lo beneficia. El quinto botón de su camisa sigue saltando. Su sonido al rebotar contra el cemento ya no le recuerda el juego de canicas, más bien lo hace pensar en un disparo: ``Acabarán por correrme...''