Miguel Covián Pérez
Un nuevo presidencialismo?

Un estudio que está por hacerse y que probablemente conduciría a subrayar los mecanismos de concentración del poder que perfilan el carácter esencial del sistema político mexicano, consistiría en analizar las principales iniciativas de reformas constitucionales promovidas por cada uno de los titulares del Ejecutivo federal durante su respectivo mandato sexenal y determinar, caso por caso, cuáles de ellas implicaban la renuncia voluntaria de alguna de las atribuciones en que se finca el predominio del presidencialismo o, por el contrario, involucraban la pretensión de fortalecer sus potestades unipersonales.

Alguna vez tuve la curiosidad de hacer un repaso preliminar y, por supuesto, muy incompleto. La regla general es que se cumpla el aforismo de que el ejercicio del poder entraña en sí mismo la tendencia a la acumulación de mayor poder. Por excepción se descubren algunas reformas en sentido inverso. Un caso notable corresponde a la adición propuesta por Lázaro Cárdenas al artículo 49 constitucional, en diciembre de 1937, mediante la cual ponía freno a los excesos en que habían incurrido sus antecesores al solicitar y obtener del Congreso de la Unión, con injustificada frecuencia, facultades extraordinarias para legislar, pues restringía el correspondiente otorgamiento única y exclusivamente a las situaciones previstas en el artículo 29 de la propia Ley Fundamental.

Otro caso al que se ha prestado poca atención o que inexplicablemente no ha sido examinado con ese enfoque, es la autolimitación de sus facultades que, mediante la iniciativa para la creación de la Asamblea de Representantes del Distrito Federal, promovió Miguel de la Madrid en 1987. La descripción del hecho es sencilla: el nuevo órgano fue originalmente instituido para expedir reglamentos, es decir, regulaciones cuya formulación había correspondido a la esfera de atribuciones del Presidente de la República desde 1928.

Las recientes reformas constitucionales relativas al régimen de gobierno del Distrito Federal fueron producto de consensos interpartidistas, pero la iniciativa fue suscrita también por el presidente Ernesto Zedillo.

Se entiende que los cambios de mayor trascendencia fueron objeto de un cuidadoso examen y que no podía escapar a la percepción del Ejecutivo federal la sustancial reducción del poder que el régimen constitucional vigente le confiere para gobernar el Distrito Federal. Al rubricar la iniciativa, el presidente Zedillo manifestaba formalmente su conformidad con la nueva distribución de las postestades decisorias y su voluntad explícita de renunciar a seguir ejerciendo algunas que, históricamente, fueron parte importante del basamento jurídico y político del presidencialismo mexicano.

Es significativo que, durante las prolongadas deliberaciones que antecedieron a la configuración del consenso de los cuatro partidos políticos, la disputa por absorber o retener facultades tuvo por principales protagonistas a miembros de los distintos órganos legislativos involucrados en la reforma. Pugnaban por llevar más agua a su molino o por impedir que otros molinos dispusieran del caudal que consideran propio e inalienable. El contraste fue notorio. Nadie puede insinuar siquiera que el titular del Ejecutivo (quien necesaria y frecuentemente tenía que ser consultado) haya participado en ese regateo de atribuciones.

En el editorial publicado esta semana en la revista Siempre! se hace una peculiar enumeración de las implicaciones de la Reforma Política del D.F. en lo concerniente a la reducción del poder presidencial. No estoy de acuerdo con algunas particularidades ni con los alcances desmesurados que se pretende resumir en el encabezado: ``El Presidente, de jefe de Estado a simple administrador''. No todas las facultades que se mencionan fueron transferidas o canceladas, además de que se omite hacer referencia a importantes atribuciones que el Ejecutivo federal conserva y que sustentan un renovado sistema de equilibrios entre dos órdenes de gobierno concurrentes y complementarios.

Sin embargo, el editorial de referencia acierta en el criterio general que subyace en sus apreciaciones: a partir de su aplicación, las reformas al régimen de gobierno del Distrito Federal transferirán una parte del poder presidencial al pueblo y otra parte a órganos de gobierno independientes del Ejecutivo federal.

Si la democracia es, en esencia, un sistema de distribución del poder, la Reforma Política del Distrito Federal debe reconocerse como un innegable cambio democrático y el punto de partida de un nuevo presidencialismo que, sin caer en la falsa disyuntiva de autoritarismo o ausencia de mando, propugna el reencuentro del ejercicio del poder con sus fuentes originarias: la soberanía popular y el mandato del electorado.