Supongo que he tenido buena suerte porque nunca la he esperado. Hace un par de semanas me encontraba en la ciudad de Oaxaca cuando, al oír mi nombre, se me acercó una importante periodista local con una historia que compartir conmigo.
Me contó que años atrás había dejado la casa paterna para estudiar y trabajar en la capital. Fue una estudiante tan aplicada que, recién graduada, encontró empleo al lado de un publicista del que se hizo socia. Manejaban un negocio próspero. Ella vivía en la avenida principal, el Paseo de la Reforma. Contaba con amigos y también con todo lo material que se obtiene por añadidura con el éxito. Dado que una cosa había seguido a la otra con naturalidad, ella ni siquiera temía que su situación pudiera cambiar. Por eso la sorprendió cuando repentinamente de hecho cambió.
De la noche a la mañana se encontró sin empleo. Su socio la había sustituido por otra profesionista. El fracaso con que se enfrentó al intentar defenderse la hizo consciente de que era provinciana, y después de todo desconocía la manera en que se solucionan los problemas en la capital. Se le borró la línea divisoria entre términos tan opuestos como justicia e injusticia. Perdió a sus amigos. Tuvo que mudarse a otro barrio, a un cuarto de azotea. La decepción que la dominaba se convirtió en angustia apenas empezó a pasar hambre. El hambre le impedía vislumbrar qué hacer hasta que, por iniciativa propia, una imagen fue haciéndose cada vez más clara en su interior. En ella, se veía dirigiéndose al metro y arrojándose a los rieles.
Con este fin, una mañana se encaminó a la estación. Era el día de su cumpleaños, me pareció que el número treinta. En la vitrina de una vieja librería frente a la que pasó rumbo a su triste meta vio un libro que llamó su atención. Debido a no sabe qué motivos, se oyó murmurar: ``Me lo voy a regalar de cumpleaños'', para, al hacerlo, darse una última oportunidad. Lo leyó en su cuarto de azotea sin detenerse. El desenlace despertó algo en ella que la reanimó. Pronunció en voz alta: ``Yo tampoco me voy a dejar vencer''. Tomó un autobús y volvió a su ciudad de origen. El libro la había salvado, me dijo; y, en vista de que yo era su autora, me lo agradecía.
Fue tan extraordinario para mí oír lo que oía que no quise apresar a mi lectora intercambiando con ella dirección o dato fijo ninguno; no quería romper la magia, por más que frágil no fuera, pues se repetía. Meses antes, una profesora de la que tenía noticias, pero a la que personalmente veía por primera vez, mientras tomábamos café me había contado una historia con signo parecido.
El menor de sus cuatro hermanos se había separado de la familia tiempo atrás. Se fue con una mujer, y durante años no hizo nada por reunirse ni siquiera con su única hermana. Ella pensaba con frecuencia en él, pero no encontraba la manera de recuperarlo. Una noche, al regresar del trabajo, se sorprendió al ver tendido sobre su propia cama a su hermano, agonizante. Los vecinos le describieron a la mujer que lo había llevado y dejado ahí, y ella supo que se trataba de la misma que lo había arrancado de la familia.
Los días que duró la agonía de su hermano, ella no pudo cruzar palabra con él; entre razones más evidentes, porque el dolor y la confusión que ella experimentaba le impedían imaginar qué decirle, por dónde y cómo empezar a desatar nudos y llenar huecos. Muerto su hermano, cayó en manos de la profesora el libro que había desviado a la periodista oaxaqueña de arrojarse contra los rieles del tren. Al acabar de leerlo, me contó, pudo por fin escribir una carta a su hermano muerto. En ella, logró exponer cuanto le habría querido decir vivo, y en ella delineó todas las alternativas de vida que ella habría querido ofrecerle vivo. ``Así que gracias'', se me adelantó a decir.
``Yo tenía un hermano igual al joven del que hablas en tu libro, pero hace tiempo murió", me confío otra lectora; sentí que me habría querido decir: ``Si mi hermano lo hubiera leído, entonces, tal vez...", o algo en este sentido. ``Mi hijo escribió esta canción cuando leyó tu libro'', me hizo saber una amiga a la vez que me tendía un sobre. La canción que éste contenía es un poema; el poeta no quiere informarme en qué café canta sus composiciones. Un lector me cierra el ojo cómplicemente al afirmar que el nombre verdadero del personaje del libro en cuestión es el de él mismo; dice que yo conozco su vida, y que por lo tanto sé que, debido a la lectura que él hizo de ella en mi libro, él es el actor que es.
Honores, responsabilidades; sí: pero la incredulidad tiñe el despliegue de tanta vanidad. Más esperada la apreciación de los editores. Insisten en que el auténtico protagonista del libro es otro. Muy bien. Puede ser. Ese otro tiene su propia historia. Pero por qué negarle al que yo considero central su lugar en mi libro? Además, insisten en limitar el alcance del libro a los lectores jóvenes y, lo que es más únicamente a los jóvenes de aquí; ciertamente, no a los de allá, o de más allá. Por qué? De qué se trata? De oír a los críticos?