Quienes viven en ciudades como la de México están expuestos a dos experiencias culturales desde las cuales interpretan el significado de la ciudad y su propio lugar en ella. De un lado la experiencia de vivir la ciudad como proceso civilizatorio que se recrea todos los días en todos los actos, grandes y chicos, y de otro la experiencia de imaginársela a partir del discurso oficial que pretende explicar de una sola vez y como norma general dicho proceso civilizatorio.
Una experiencia por lo general resulta opuesta a la otra, de manera que su encuentro deviene en conflicto personal para quienes están expuestos a ambas simultáneamente. La dificultad de distinguirlas crea confusiones. Sin embargo, en determinados momentos como el que vive hoy la ciudad de México con motivo de la consulta pública de los programas delegacionales de desarrollo urbano, dicho encuentro tiene el efecto de reafirmar por separado la experiencia civilizatoria y la experiencia discursiva, ofreciéndolas por tanto como opciones sobre las cuales uno puede elegir. De este modo en lugar de un conflicto individual lo que resulta es un conflicto social, ya que unos escogerán la opción civilizatoria directa, local, mientras otros eligirán o se dejarán llevar por la opción discursiva institucional, distante de lo local y las tradiciones.
Muy conveniente sería que una y otra trascendieran el conflicto, y que en lugar de anularse se potenciaran mutuamente. Pero más allá de las sospechas que se ofrecen entre sí, siempre justificadas, hay barreras culturales que lo impiden.
Los más de 600 años que ha tomado poblar el valle de México y las circunstancias bajo las cuales ha ocurrido, constituyen un proceso civilizatorio de gran importancia. En cada generación de pobladores se han ido acumulando experiencias que son recreadas constantemente para posibilitar el uso de la ciudad. Es así en todas partes, pero la ciudad de México comenzó a distinguirse de otras cuando esas experiencias necesitaron ser explicadas discursivamente, con el propósito de que quienes la viven también la comprendan. No hace mucho que comenzó esto, apenas cien años, cuando la modernización porfirista de la ciudad requirió acompañarse de un discurso que difundía sus atributos entre toda la población de modo que nadie los pasara por alto, aunque no los disfrutara directamente. No fue un discurso exclusivo del Estado ni de los beneficiarios directos, también lo hicieron suyo los intelectuales empeñados en proporcionarle una nueva identidad a la nación mexicana y desde luego a su ciudad capital.
En realidad, sin embargo, fue a la mitad del presente siglo cuando el discurso comenzó a competir, digamos a sustituir, la experiencia cultural directa de los pobladores como proceso civilizatorio. Sin éxito, por cierto, porque aunque totalizante, los pobladores vivían sus propias experiencias civilizatorias por fuera del discurso modernizador. Fue Carlos Fuentes, con La región más transparente (1958) quien mejor reveló estas experiencias. Desde entonces el discurso modernizador convive con el otro que le sirve de contrapeso. Más grande éste y más variado, pero sobre todo más gratificante que aquél por la autonomía con que acceden a él los pobladores y por las libertades que sólo ahí encuentran. Pero también más díficil por la resitencia consante que le opone el discurso elitista del poder y los intelectuales que niegan la ciudad real. No es un asunto sólo de planeación urbana. Ni de sociología política únicamente.
Para que cumpla con su función civilizatoria, al discurso de la ciudad de México le falta también la dimensión estética. Sin ella carece de sentido la discusión sobre su futuro. Pero, ¿quién se atreve hoy a buscar belleza en la ciudad de México, no en los museos ni en los inmuebles históricos sino en el Metro, la Merced o el Zócalo? ¿Cree alguien en la estética del caos? ¿La estética de la realidad? No los artistas ni los intelectuales. Desde los sesenta, siempre con las muy honrosas y entrañables excepciones, los pobladores han prescindido de sus artistas para imaginarse la ciudad y con ello completar la codificación de su propia experiencia. Dos generaciones ya, justo cuando la confusión ha sido mayor, saben poco de la ciudad por sus artistas.
Sin las herramientas apropiadas, pues, el uso cotidiano de la ciudad exige de sus pobladores un aprendizaje que se adquiere sobre la marcha, al mismo tiempo que lo expone a situaciones sobre las que deben pronunciarse y tomar una decisión. Por ejemplo, los programas delegacionales de desarrollo urbano. El caso es que sin posibilidad de racionalizar sus propias experiencias y convertirlas en un proyecto alternativo de ciudad, la respuesta del ciudadano común y corriente termina siendo ignorada. Por si acaso, están previstas las medidas para que así sea.