De todas las carreteras de Chiapas que conozco, la mejor, curiosamente, es la más breve. Tiene sólo 34 kilómetros de longitud y apenas tres curvas.
Los ingenieros que se vieron obligados a trazarla y construirla, estoy seguro, no enfrentaron demasiados problemas de cálculo. Tal vez por ello se esmeraron en decorarla con una minuciosa bisutería fosforescente, que brilla en la noche con la geométrica esfuminación del túnel por donde se fue el astronauta de 2001 odisea del espacio de Kubrick.
Con una buena mezcla de euforia y fantasía, la carretera que digo puede ser todo un viaje. Aunque basta una dosis mínima de sentido común para imaginarla como lo que también puede ser: como una pista de aterrizaje que se ilumina con los faros largos de una pickup. ¿A dónde va esa carretera de lujo? ¿Para qué turistas o viajeros de lujo fue equipada con esa impresionante dotación de letreros que invitan a manejar con la finura del Manual de Carreño? Quién sabe.
Se trata del camino que va de Chancalá --pueblo donde abundan las tropas del Ejército Mexicano-- hasta la carretera que baja de Ocosingo a Palenque; de hecho, la intercepta a 30 kilómetros de Palenque; es, por así decirlo, el mejor tramo de la carretera Palenque-Chancalá, pero no fue concebida como una facilidad para los turistas, porque los turistas nunca pasan por Chancalá.
Más aún, ni siquiera saben de su existencia.
Además, después de Chancalá, empieza otra carretera infame que lleva a Benemérito de las Américas, un pueblo escondido en la espesura de la selva, donde no hay presencia del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, pero tampoco del llamado ``gobierno federal''.
Benemérito de las Américas, dicen, es tan siniestro que sus moradores le dicen ``Matamérito'' de las Américas, pensando quizás en Matamoros o en la cantidad de matones y traficantes de drogas, armas, braceros y ganado que ronda por ahí.
No es, repito, un polo turístico.
La noche del lunes, manejando por esa carretera, pensé que alguien la había puesto ahí con el amable propósito de hacerles más grato el paseo a los asistentes al Primer Encuentro Intercontinental por la Humanidad y contra el Neoliberalismo. Iba leyendo los avisos, increíbles en aquella soledad: ``Conceda cambio de luces'', ``Carril izquierdo sólo para rebasar'', ``Vibradores a 300 metros'', ``Despacio: zona de vibradores'', etc. Yo buscaba un letrero que dijera: ``Chancalá-Zapote'', pero seguí de largo, dejé atrás ``Chancalá-Río Seco'', dejé atrás ``Castillo Thielmans'' y llegué nada menos que a la villa de Chancalá.
Bajo el puente de una ``aduana de inspección sanitaria'', una garita para revisar plantas y reses, me detuvo la figura de un soldado con impermeable que en la oscuridad se acercó a la ventanilla de la pickup, apuntando con su fusil al cielo. Dije mi nombre, confesé mi nacionalidad, me inventé un destino: ``Voy a Tenosique'' (y pensé, ``a encontrarme con la más hermosa que jamás contemplaran los ojos humanos'', pero guardé silencio y prendí un cigarro). ``Adelante'', me respondió el militar.
Medio kilómetro después, bajé a comprar agua en la única tienda que vendía cigarros en Chancalá. Mientras esperaba a que me trajeran el cambio, pregunté por dónde se iba a Chancalá-Zapote. Y cuando me explicaban por dónde, cruzaron la calle seis soldados oscuros y empedrados de lluvia en sus mangas de guerra, y tomé los paquetes de víveres y me fui. Luego, en voz baja, una sombra imprevista me contó con disimulo que el letrero que dice Chancalá-Zapote en la carretera de lujo, había sido borrado por manos subrepticias.
En el sitio indicado, después de ``Castillo Thielmans'', descubrí en efecto el letrero en blanco. Doblé a la izquierda, me interné por una brecha lodosa y durante pocos kilómetros fui dando tumbos a oscuras al igual que la pickup. Transcurrido un tiempo razonable, luego de pasar tres charcos de tres metros de radio, encontré un campesino que me dijo que iba mal. Así que di marcha atrás, hice las rectificaciones adecuadas, me desvié por una brecha todavía más angosta y, al dar una vuelta a la derecha, a medida que las luces de la pickup los bañaban, vi la manta que hablaba de armas y drogas y el letrero del Ejército Federal. En pocas palabras, alto.
Segundo interrogatorio. Nombre, nacionalidad, motivo del viaje. Adelante. Así que volví a acelerar y pasé a lo largo de una alambrada atisbando los camiones de transporte de tropas, los costales de arena en forma de trincheras, los nidos de ametralladoras tapados con plásticos negros en la oscuridad. Era una guarnición en toda forma, pero al instante la olvidé porque ahora la brecha desembocaba en una inmensa extensión de agua oscura, una especie de laguna sin orillas visibles.
Por instinto, moviendo el volante a la derecha, siempre a la derecha, como si fuera un presidente neoliberal que no preside sino la incertidumbre, hallé la continuación del camino al otro lado del río. Las ruedas volvieron a plantarse en la brecha y los faros alumbraron otra manta: ``Campamento civil por la paz''. Y luego otra: ``Bienvenidos al Aguascalientes zapatista''. El río --sólo entonces lo comprendí-- era una frontera entre la civilización y el absurdo.
En el camino que va de Ocosingo a Palenque, a 20 kilómetros de Ocosingo, hay una desviación que se dirige al infierno. El infierno, en este caso, es un pueblo llamado Bachajón, a donde el 4 enero de 1994 bajé desde Ocosingo para mandar mi primera nota sobre la guerra de Chiapas. Antes de acercarme a la caseta de Telmex, perdí hora y media golpeando las teclas de una vieja máquina de escribir en la casa de un señor que no tuvo empacho en prestarme su cansada Remington. Y cuando me despedía con mis confusas cuartillas en la mano, el señor me ``filtró'' una noticia.
Aquí en Bachajón hay un grupo de hijos de la chingada que le avientan ácido en los ojos a los indígenas.
El lunes por la tarde, antes de lanzarme a Palenque para buscar la desviación a Chancalá que resultaría ser toda una carretera de lujo, regresé a Bachajón tan sólo por echar un vistazo. En cada esquina, un agente del cuerpo de Seguridad Pública, armado hasta los dientes por supuesto. Y en los muros, negras y muy retorcidas pintas de los propios indios que se quemaron los ojos con ácido: ``Fuera Chinchulines ladrón'', ``Muera el sapo'', ``Sapo cabrón''.
Casi a la entrada del pueblo había una casa de dos pisos con antena parabólica y puertas de caoba, que lucía extrañamente ahumada alrededor de las ventanas y rota con boquetes dentados en los vidrios. Era la casa del sapo. O mejor dicho, la ex casa, porque la casa actual es una caja a tres metros bajo tierra.
Al bajar de la pickup, las botas se hunden en el lodazal del Aguascalientes de Roberto Barrios, territorio zapatista en estado de sitio. Metido en las botas, claro está, observo la filigrana de los miles de troncos que forman el techo del auditorio, y las lonas que dan sombra en la noche a decenas de sillas vacías. Ante la palapa de la cocina, una fila de hombres y mujeres de todos los colores y todas las lenguas, caminando con impermeables bajo la lluvia, espera por un plato de frijoles con dos tortillas y nada más.
Qué paradójico, pienso. La desesperación, o si se prefiere mejor, la esperanza, se ha convertido en estímulo para el turismo. Sin embargo, la carretera de lujo que va a Chancalá, que no atrae turismo, que no está vigilada ni reporta divisas es la que recibe el apoyo, el dinero y el mantenimiento del régimen, y en cambio la brecha que lleva al Aguascalientes de Roberto Barrios, y que esta semana vio pasar a decenas de americanos y europeos, subsiste sólo para que la transiten los camiones de la guerra.
El neoliberalismo, por definición, es improductivo. Quienes esta semana se reunieron para discutir la forma de combatirlo, tosen con frecuencia, padecen de estreñimiento, se rascan por momentos con desesperación, pero están satisfechos