José Cueli
Ondular del fuego

El fuego olímpico iluminó Atlanta, y una antormentada humareda subió al cielo inmenso y reposado, voluptuosamene. En medio del humo apareció radiante una mujer, rebosante en ondulaciones que se retorcía sobre una alfombra de flores, semejante a una serpiente con piel de barras y estrellas, símbolo de la omnipotencia y el sadismo más cruel y --off course-- la belleza de sus artes.

Aquí debí dibujar el punto final. Ni retórica ni comentarios han de aumentar la emoción a la página. Lo que vimos fue el cuadro de costumbres del país vencedor. Allá abajo, en jardines con pretensiones suntuosas, grandes cuadros de luces copia de los catalanes, y el reflejo admirado a la prodigiosa mujer. Una hora, después nomás y la fumadera se había reducido a un puñado de cenizas.

Y el crónico enamorado de la mujer universal, no comentaba ni se definía, en dogma, religión,y política, sólo en pasiones. Conocía el deseo póstumo de la mujer olímpica, desde otros días, y señalaba entre las nubes oscurecidas la bocanada espesa del humo del fuego olímpico ¡Piel, piel toronja de mujer!

¡Lo he vivido tanto en tantos años! La sugestión del humo en el espacio me encadenaba de nuevo a la imagen que luego se me perdía. La columna barroca del humo creadora de la mujer con sus volutas y espirales, sus retorcimientos y espamos ¿no era acaso la presencia y ausencia de la mujer disipada en la danza y el ritmo? razón de ser de la Olimpiada.

La última sí, pero ¿la anterior y las otras? La anterior, danzaba en mi recuerdo en las ramblas de Barcelona, sólo para mí, hasta que de repente en un movimiento de sus caderas crepitantes, se le rasgó el vestido y flotó la vida, se meció sobre sus muslos en ondas movibles y envolviéndose en ellos, flameándolos, jugando con su espuma, y caricias, siguió su danza ciega, sugestionada, vencida por su arte al reflejo luminoso de su cuerpo. Se abrió el cielo y nació en mí una nueva pasión olímpica.

Una nueva pasión que a falta de toros, representantes de la muerte en los pitones, desplazaba a los giros de esa libélula que competía con las bocanadas espesas del humo olímpico. Dos colores que eran uno mismo. Un mismo color rojizo con combinaciones y matices diversos. A veces sin desprendimiento del humo daba lugar a su baile serpenteante más intenso. A veces el fuego me prendía y deslizaba por la piel hasta ella y surgía el misterio de la pasión humaredera en el vestido desgarrado por la danza.