Para construir el nuevo Estado exigido por el pueblo durante la lucha armada, los revolucionarios decidieron profundizar tanto en los significados de las políticas antipopulares y contranacionales del régimen dictatorial, cuanto en las emergentes concepciones de la rebeldía iniciada con el Plan de San Luis Potosí.
Saltaban desde luego en el primer aspecto los hechos denunciados por Wistano Luis Orozco en sus análisis sobre la aplicación del derecho agrario de la época. El distinguido autor de Legislación y Jurisprudencia sobre Terrenos Baldíos (1895) mostró cómo se vulneraban por igual el patrimonio de las comunidades rurales y el de los campesinos parvifundistas en beneficio de poderosos hacendados locales y negociantes extranjeros, urgidos de disponer sin restricción alguna de los recursos que garantizaran a sus matrices el máximo de ganancias. Cabría sobre el particular subrayar dos casos lamentables. Las leyes sobre deslinde y colonización permitieron el saqueo aldeano para el paso de los ferrocarriles ingleses y norteamericanos, así como la concentración de predios usurpados en manos latifundistas; y por otro lado, las normas que otorgaron el usufructo del subsuelo a los poseedores del suelo, por virtud de las cuales abriríanse puertas anchas a la succión de los hidrocarburos en el haber de las compañías propias o personeras del estadunidense Edward L. Doheney y del británico Weetman D. Pearson, cuyos acuerdos últimos generaron pinges ganancias al capital extranjero a cambio de las migajas del impuesto del timbre. Poco a poco el gobierno sentíase bien asentado y dirigido en y por las influyentes élites que por un lado entrelazaban la producción de sus enormes haciendas, algunas transformadas en agroindustrias, con las necesidades de la manufactura y el comercio de insumos demandados por el exterior, o bien por los inversionistas foráneos y sus cada vez mejor establecidas subsidiarias; factores estos determinantes de una política, la porfirista, transformadora de las peticiones del capitalismo extranjero en decisiones políticas. El gobierno del Plan de Tuxtepec cambió el nacionalismo de la Constitución de 1857 en un trasnacionalismo al servicio de las grandes metrópolis de principios de nuestro siglo: el modelo porfirista purgó al pueblo de la economía y la cultura para centrar su atención en los altos círculos minoritarios nacionales asociados al capitalismo exterior.
Al ser derrotadas por Villa las fuerzas huertistas en el cerro de la Bufa, Zacatecas, y al inaugurarse en Querétaro los debates del constituyente, hacia 1916, el éxito de la Revolución parecia seguro. Era indispensable sustituir aquel modelo antipopular y contranacional del porfiriato por uno capaz de engendrar una economía nacional próspera y equitativa y fortalecer, a la vez, los valores propios por la vía de su constante perfeccionamiento. Con base en los derechos originales de la nación sobre todos sus recursos, se redistribuyeron éstos en tres áreas: la nacional, administrada por el Estado y destinada a garantizar su libertad de los superpoderes del mundo industrial, y el desarrollo general del país; la social, reivindicadora de los niveles de vida campesina, obrera y de clases medias; y la privada, para un sistema empresarial respetuoso de los intereses comunes, o sea de la democracia, la soberanía y la justicia social. El nuevo modelo adquirió vigencia jurídica al ser sancionados los artículos 27 y 123 constitucionales.
La ideación de ese modelo tuvo tremendos costos un millón de vidas, seis años de guerras cruentas, la destrucción de una enorme riqueza social, y el dolor sin límites que aún agobia el corazón de los mexicanos; y sin embargo, la historia ha sido olvidada y lo creado por las más nobles generaciones mexicanas luce hecho añicos en los últimos diez lustros por medio de decisiones y estrategias gubernamentales que nada tienen que ver con la voluntad mexicana. La privatización de los bienes del Estado ha incluido a la propiedad nacional prevista en los parágrafos cuarto, quinto y sexto del dicho artículo 27 constitucional; el abandono de la reforma agraria y el taponamiento de los derechos obreros alienta la miseria de enormes capas de la población; la falta de una política de crecimiento industrial y comercial pone en los bordes de la quiebra el aparato industrial vinculado a mercados locales frente a las opulentas empresas ligadas a los mercados extranjeros; y la política financiera propia es hoy una actividad extrañada de los intereses nacionales y dependiente de las operaciones internacionales.
Las conclusiones están a la vista. El modelo económico y social del pueblo fue claramente definido por los revolucionarios en la Carta de 1917; y este modelo, que derivaría en el bien colectivo, se ha visto cambiado por otro que sólo favorece a las clases encumbradas. Denunciar las connotaciones políticas y sociales del modelo vigente y recobrar el espíritu y los principios del revolucionario es el único debate que por hoy interesa a las familias mexicanas.