Bernardo Bátiz V.
Istmo de Tehuantepec

En estos días aciagos para México por muchos conceptos, aparece nítida la razón por la cual se descuidó por varias generaciones el estudio de la Historia Patria, como se llamaba esta asignatura en primaria, o Historia de México como se le conocía en la secundaria.

En esa disciplina nos transmitían mucha información acerca del origen de nuestra nación y sus vicisitudes iniciales; nos enseñaban valores patrióticos, nos hacían solidarios con nuestros conciudadanos, y entre todo ello nos recordaban cómo la política de Estados Unidos, pujante país de aventureros y mercaderes, nos había arrebatado medio territorio y ambicionaba más.

A los tecnócratas que hoy nos gobiernan, educados en universidades o peor aún en tecnológicos norteamericanos, no les tocó esa época ni esa formación, pero debieron oír de sus mayores, debieron leer libros de historia, o al menos debieron haber visto alguna de esas películas de David Silva en las que se exaltaba el valor de los mexicanos defendiendo la Isla de la Pasión o los fuertes de Loreto y Guadalupe.

Como parece que esto no sucedió, hoy que ponen a subasta el proyecto transístmico o proyecto multimodal para unir el puerto de Salina Cruz, en Oaxaca, con el de Coatzacoalcos, llamado no sin intención Puerto México por el gobierno porfirista, hay que rescatar alguna información e invitar a una reflexión colectiva.

Cuando en 1848, terminada la injusta guerra entre México y Estados Unidos, el representante norteamericano que negociaba el tratado de Guadalupe Hidalgo, Nicholas P. Trist, propuso a los representantes mexicanos como una condición para la paz además de la pérdida del territorio que tuvimos que sufrir el libre tránsito de tropas estadunidenses por el Istmo de Tehuantepec, ésta no fue aceptada. Años después, el afortunadamente inconcluso tratado McLane-Ocampo, se refería también al tránsito libre a perpetuidad, por varios puntos de nuestro territorio, incluido el de Tehuantepec.

Algunos historiadores atribuyen el apoyo norteamericano a los revolucionarios de 1910 en contra de Porfirio Díaz, a la patriótica decisión de este viejo dictador de mandar artillar Salina Cruz y Puerto México, y construir los astilleros y el puerto artificial en el primero de ellos.

Pareciera ser que los gobiernos de nuestro vecino del norte no quitan el dedo del renglón, y que, en cambio, nuestros gobiernos se olvidan fácilmente de la tradición defensora de nuestra soberanía.

No basta que los senadores recomienden o ``aconsejen'' al Ejecutivo que el capital mayoritario de las empresas que controlarán el paso istmeño sea nacional; con el dogma moderno de que el dinero no tiene patria (ni matria), no servirá de gran cosa. Se requiere algo más, por ejemplo, que los senadores no estén a la expectativa de lo que hace el Ejecutivo, ni le den ``recomendaciones'' ni consejos: pueden legislar al respecto, revisar la política exterior, defender como representantes de la nación y de las entidades federativas la soberanía nacional.

Si así lo hacen, pueden estar seguros de que la mayoría de los mexicanos los apoyaremos y que el futuro les dará la razón. Si no lo hacen, de seguro la exigencia popular tomará otros derroteros.