Teresa del Conde
Javier Marín exhibe cuerpos

Con impactante museografía, comenzando por el diseño de las bases o estructuras sobre las que se posan o suspenden las piezas, las esculturas de Javier Marín dialogan, se aislan, reposan o simplemente exhiben sus anatomías en el vestíbulo y las salas Justino Fernández y Paul Westheim del Palacio de Bellas Artes. Empecé a observar sus esculturas cerámica a partir de su participación en la última trienal de escultura presentada en las ex galerías del Auditorio Nacional durante la vigencia del Salón de Artes Plásticas. Luego lo reencontré en el Museo Carrillo Gil, en la Galería de Florencia Riestra; y en el MAM, hace dos años participé en la curaduría de su exposición individual en el MARCO. Muchas de las constantes que ofrece el conjunto que ahora exhibe se encuentran desde los inicios de su trayectoria: por ejemplo, el modo de articular las partes del cuerpo en las piezas de gran tamaño. Nunca disimula la fragmentación, antes bien, la acentúa mediante clavos y efectos de suturas o costuras, cosa que contradice con fortuna plástica la retórica manierista que privó en sus figuras hasta hace poco tiempo.

Javier Marín es exitoso. Sus piezas gustan (fascinan diríase) a sectores vastos del público, niños incluidos. Hay razones para que así suceda. El cuerpo humano representado es bello, aunque carezca de proporciones ideales. A ello se suman las predilecciones formales de Javier, las que configuran en el buen sentido lo que llamo su retórica, que es persuasiva en primer lugar por su maestría y luego porque se apoya en modelos consagrados: la Grecia clásica y la helenística, Donatello y tanto en pintura como en escultura la vertiente manierista miguelangelesca. Esta última es la responsable de ese estado de sonambulismo ideal en el que sus seres de barro se sumergen. Prototipos de ello son las dos figuras masculinas recostadas de 1993, una pensierosa, como si reflexionara, y la otra desfalleciente y orgiástica, correspondiendo a un cuerpo y a una fisonomía más joven que la de su compañero. Las figuras femeninas son tan poderosas como las masculinas y aunque hay varias en las que es posible detectar proporciones similares a las de Fidias (el escultor del Partenón), también las hay que, sin dejar de ser diosas, están por el lado del ``ánima oscura'', por ejemplo la Mujer amarilla de 1996 con los senos y los pezones caídos, la piel que ha perdido su tensión y la cara sufriente. En ocasiones las carnes de estos cuerpos, hombres y mujeres, están balaceadas y hay clavos enormes que perforan sus manos. Manos siempre más grandes que las que corresponderían a una anatomía ``normal''. En ellas está a mi modo de ver una de las razones básicas del atractivo que suscitan, ya sea que las piezas sean de grandes o pequeñas dimensiones. Sería buen ejercicio ir a dibujar todas las manos modeladas por Javier Marín.

De primera impresión, no hay grandes diferencias entre los cuerpos masculinos y los femeninos: todos son medio andróginos, tienen brazos y piernas poderosos, bíceps, torsos amplios. Pero observando con mayor atención, por ejemplo la pareja de Suspendidos (1996) que se encuentra en el vestíbulo indicando el tránsito a la Sala Westheim, las diferencias saltan. De sobra está decir que jamás hay que ver una escultura en ángulo únicamente frontal, hay que verla por todos lados y es entonces que se aprecian los contrastes en el modo de tratar los glúteos o los muslos, los tobillos, los pies.

Como aludo líneas atrás, las obras de más reciente factura acusan cambios, en ocasiones radicales, respecto a las de años anteriores. Las últimas son menos sensuales, más vigorosas, y muestran su ser de arcilla refractaria sin los refinamientos de pátina que poseen sus hermanas mayores. Ejemplo palpable está en las tituladas amor y desamor, de proporción casi pícnica (cabeza más grande, extremidades más cortas). A mí me complace el cambio, porque quiere decir que el artista subvierte la demanda que sus obras han generado e insinúa distintas incursiones. No por ello estas últimas piezas dejan de ser hermosas, simplemente tienen otro carácter.

Como remate de la exposición hay una instalación de cabezas, todas aproximadamente de la misma talla. Predominan las femeninas sobre las masculinas y pertenecen a varias razas y momentos históricos. Las hay asiáticas, mestizas, negras, latinas. Unas están enojadas y otras ostentan sonrisa medio equívoca, esa sonrisa que oculta, más que expresa. Logró el escultor una gama mayor de diferencias anímicas en sus cabezas femeninas que en las masculinas y se antoja que en algunas de estas últimas la exageración de rasgos tiene su fuente en los estudios caracterológicos de Leonardo da Vinci.

¿Es Javier Marín reciclador de lenguajes?. Sí, sí lo es, pero su reciclaje es magistral. Y al serlo, propone cosas nuevas en estos tiempos en los que la belleza parece que está vetada.

Tengo que decir que las cabezas de gran tamaño de la serie ``Vientos'', exhibidas en el vestíbulo, no me gustaron. Son enormes, eso sí, pero nada más.

Las estructuras y bases que sostienen las piezas fueron realizadas por Salvador Arroyo. Sin competir con las obras, son susceptibles de ser admiradas por sí mismas. El diseño museográfico de Agustín Arteaga contribuye a la debida apreciación de todas y cada una de las obras, a pesar de los espacios difíciles propios de las salas en cuestión.