El presidente William Clinton decidió en el curso de la semana pasada poner en vigor el capítulo tercero de la ley Helms-Burton, pero con un aplazamiento de seis meses para que los supuestos agraviados puedan presentar sus demandas ante las cortes de Estados Unidos contra las compañías que se benefician de sus bienes expropiados en Cuba.
De esta manera el mandatario del país vecino parece enviar un triple mensaje: en primer término, intenta reconfortar a los sectores conservadores del electorado norteamericano, en particular a los de origen cubano de Miami, al admitir la puesta en vigor de la ley inclusive en sus ordenamientos más ominosos y arbitrarios para la comunidad internacional, obviamente como medida de estrategia electoral. En segundo lugar, con la postergación de la puesta en vigor del capítulo tercero de la Helms-Burton por seis meses, parece apostar a su propia reelección dejando sentir a sus aliados internacionales que una vez reconfirmado en su puesto en noviembre, la relación de fuerzas será distinta en su país y podría contemplarse una modificación sustancial de la ley e incluso su abrogación.
O sea, le guiña el ojo a sus homólogos de América Canadá y México en particular, de la Unión Europea, de Rusia y de la Cuenca del Pacífico, y les suplica, sin soltar el látigo del imperio, que aguarden un tiempo relativamente corto y hagan como que se ofenden sin ofuscarse demasiado, esto es, sin aplicar represalias en reciprocidad, fuesen éstas leyes antídoto, al modo de México y Canadá, o claras respuestas discriminatorias contra ciudadanos y compañías estadunidenses como pretende la Unión Europea. Finalmente, como tercera banda de la carambola, Clinton envía un mensaje definitivo a Cuba: se equivoca Fidel Castro si piensa que podrá desarrollar su esquema de romper el bloqueo por la vía de las inversiones de terceros países sin una transformación democrática del régimen cubano y sin permitir que los grandes consorcios estadunidenses participen de la feria de la reconversión de la isla a una economía de mercado.
Los intereses en juego son enormes: minería, azúcar, tabaco, servicios turísticos, telecomunicaciones, industria ligera, construcción, en fin todo lo que implicaría la reconstrucción económica del país con su enorme potencial productivo, debido a la alta calificación y bajo precio de su mano de obra, pero también dadas las posibilidades de un mercado de más de diez millones de cubanos ávidos de incorporarse a las redes infinitas del consumo postergado por más de tres décadas de igualdad en la carencia.
El presidente Ernesto Zedillo parece haber captado el guiño de su cuate Clinton; después de todo fue de los primeros en el mundo en haber votado indirectamente a favor de la reelección de su contraparte estadunidense, y dio instrucciones a su canciller para dar una respuesta moderada a la confirmación de la vigencia del multicitado capítulo tercero de la repudiada ley. Según el simplón comunicado de la Secretaria de Relaciones Exteriores, el gobierno mexicano ``se reserva el derecho de tomar las medidas, internas e internacionales, necesarias para defender los intereses tanto de las empresas mexicanas como de sus nacionales''. Respuesta por demás tímida, aparte de ser la evidencia misma: quién podría cuestionarle a México ese derecho.
Una vez más José Angel Gurría se queda corto y falto de imaginación estratégica. Nada podría ser más pernicioso que bajar la guardia ante la Helms-Burton esperanzados en la reelección de Clinton por probable que ésta sea. El problema no es quién será el presidente de la potencia hegemónica, sino la defensa del derecho internacional en uno de sus fundamentos teóricos y normativos de principio: las leyes internas de cada país solamente son aplicables dentro de los confines de su propio territorio, ni una pulgada menos ni más. Estados Unidos, al pretender dictar al mundo qué es lo pertinente en la relación con Cuba se equivoca de tres maneras, como carambola de tres bandas al revés: supone que podría llegar a controlar las relaciones bilaterales de cerca de 200 países con Cuba, error geopolítico; supone que puede contener el flujo comercial y financiero entre el mundo y Cuba, error geoeconómico; supone que el régimen cubano se encuentra al borde del abismo inmediato, error geoestratégico.
Tarde o temprano, aunque la necedad propia de la guerra fría predomine en la cabeza de los estrategas estadunidenses, el conflicto histórico entre Estados Unidos y Cuba tendrá que resolverse, y lo mejor sería aprovechar el recrudecimiento de las contradicciones entre esos dos países vecinos como un impulso para plantear dentro y fuera de las Naciones Unidas, por iniciativa de México y Canadá, por ser los más directamente concernidos, bases para acceder a una negociación definitiva entre los dos rijosos.
Para ello se contaría sin duda con el apoyo de América Latina, la Unión Europea, Rusia, China, Japón y la India, por sólo enunciar a quienes mantienen una relación intensa con Cuba y podrían jugar un papel determinante. Más allá de la necesaria abrogación de la Helms Burton, se trata de acabar con el conflicto que le dio origen, con el más recalcitrante de los residuos conflictivos de la guerra fría: la animadversión obsesiva de Estados Unidos contra Cuba, fundada en las contradicciones de un mundo bipolar que ya no es, mismo que se encuentra en el fondo de la resistencia del régimen cubano a un cambio libertario. La mejor manera de resolver el problema de Cuba es a través de su inclusión en el esquema de integración del subcontinente de América del Norte y no reforzando su exclusión.