Cuando el combate a la delincuencia internacional se emprende desde una actitud imperial, como la que ha caracterizado desde siempre a la política exterior de Estados Unidos, se corre el riesgo de perder la perspectiva del problema. De esta manera, el Departamento de Estado llegó a la decisión abusiva, ofensiva e intervencionista de retirarle la visa estadunidense a decenas de funcionarios colombianos, entre ellos al propio presidente Ernesto Samper, con el argumento de que podían estar involucrados en el narcotráfico.
Entre los afectados por esta medida está Gustavo de Greiff Restrepo, embajador colombiano en México, ex fiscal general de su país durante el gobierno de César Gaviria. En su caso, las acusaciones de Washington llegan al extremo del delirio, porque pocos hombres se han entregado y se han arriesgado tanto como él en el combate al tráfico de drogas.
La reputación del embajador colombiano es tan intachable que 40 diplomáticos acreditados en nuestro país entre ellos, los embajadores de diez países latinoamericanos, así como los de Chipre e Irán se solidarizaron en términos inequívocos con De Grieff, tanto por la calumnia de que fue objeto como por la injusta y antidiplomática cancelación de su visa.
En el terreno de la lucha contra el tráfico de estupefacientes, la retórica estadunidense ha adoptado una lógica de cacería de brujas propia del periodo macartista, en la que cualquier expresión de disenso es convertida en prueba de complicidad con los narcotraficantes. Pese a ello, la opinión pública internacional ha podido percibir que, en el fondo del diferendo entre Washington y Bogotá, no está la culpabilidad o la inocencia de los altos mandos gubernamentales colombianos, sino el empecinamiento estadunidense de imponer a éstos su propia política antidrogas y de pasar por encima de la soberanía nacional del país sudamericano: si el presidente Samper o cualquiera de sus colaboradores tuviera algún comportamiento delictivo, los únicos con derecho a juzgar y resolver el asunto serían los propios colombianos.
En términos más generales, lo que está en juego es la capacidad del gobierno de Estados Unidos de llevar adelante su autoatribuida función de juzgar a otros gobiernos, una función claramente incompatible con las normas básicas del derecho internacional y la convivencia pacífica entre las naciones, y con los principios de la soberanía, la autodeterminación y la independencia.
En suma, el Departamento de Estado busca, hoy, poner de rodillas a Colombia.
Es significativo e importante que ocurra en nuestro país el reconocimiento de los diplomáticos al embajador De Greiff, porque México ha sido, históricamente, víctima de los designios injerencistas de Washington, pero también freno a esos mismos designios. En esta perspectiva, ha de considerarse que la lucha colombiana por preservar su soberanía no tiene nada que ver con los asuntos judiciales que Washington esgrime, sino con la seguridad e independencia nacionales.
El gobierno y el pueblo de México deben rechazar activamente las campañas de hostigamiento y presión en contra esa nación hermana, porque son producto de la misma mentalidad de Estado intervencionista e imperial de la que todos los países latinoamericanos, en diversos momentos de su historia, han sido víctimas.