Después de 19 meses de negociaciones, declaraciones, reuniones, comisiones, foros, mesas, rompimientos y reencuentros, han cambiado prácticamente todos los protagonistas, pero la reforma electoral sigue a la deriva. Las fechas fatales se alargan, sin que hasta el momento sepamos cuáles son los nuevos nudos insalvables. El tema de la reforma sin duda ha sido uno de los recursos más socorridos por los partidos para fijar posiciones, amenazar, mostrar voluntad o flexibilizarse. Sin embargo, después de 19 meses de espectáculo, éste empieza a ser más aburrido, la trama más incomprensible, y, paradójicamente, su solución menos impactante.
Qué lejanos parecen esos días en que se prometía la construcción de un Acuerdo Político Nacional, que por supuesto no se restringía a lo electoral, y nos pondría en la ruta de la modernización política; qué lejos aquellas discusiones qu se proponían reinventar no sólo todo el entramado electoral, sino los nudos esenciales del poder político en México. La reforma se volvió hábito. El saldo después de 19 meses es la pérdida de auditorio que le dé seguimiento a los temas puntuales, o el agotamiento del respetable ante una secuencia de hechos que ha mostrado debilidades y flaquezas tanto en el diseño de las negociaciones, como en los cálculos partidistas. En el camino ha habido una disminución en los perfiles y alcances de la reforma: lo que se produzca poco se va a parecer con lo que originalmente se prometió.
En aquel entonces, el ánimo reformista parecía el más propicio: inicio de una administración, enorme crisis económica, horizonte electoral lejano, eran elementos que incentivaban de manera natural la búsqueda de acuerdos entre los principales actores políticos. Sin embargo, el ánimo de colaboración se fue dispersando, no sólo por la incapacidad para arribar a acuerdos o el incumplimiento de promesas, sino también porque el horizonte de la competencia electoral se fue acercando, y con ello los incentivos para la diferenciación. Ahora, más que pensar en un acuerdo como piedra de toque para civilizar las relaciones políticas, lo urgente parece ser lograr un mínimo arreglo en torno a las reglas que normarán la competencia electoral del próximo año.
Así la reforma como acto simbólico ha perdido ya expresividad: pocos piensan que un arreglo entre partidos hoy sea el dato que le otorgue mayor claridad al horizonte político, pero todos (o casi) están ciertos que sin ellos con seguridad se nublará el panorama. Lo que desatará la reforma (reglas nuevas, ojalá por consenso, para 1997) no es menor, ni despreciable: pero el espacio de negociación estará lejos de ser aquel ámbito de arreglos macro que se proponía. Pocos pensarán que la mecánica garantizará una pieza legislativa que rompa la inercia dominante de reformas electorales graduales y recurrentes. Difícilmente será la reforma definitiva, pero no por ello es menos necesaria. El tiempo, que en enero del año pasado parecía el recurso más abundante, es hoy lo más escaso.
En términos estrictamente formales, nada hay que impida que los comicios de 1997 se lleven a cabo. Las instituciones y las leyes para hacerlo existen. Sin embargo, después de haber machacado 19 meses la idea de que la reforma era deseable, políticamente el deseo se ha vuelto necesidad. Jugar con la posibilidad de que se abandone la ruta reformista, puede tener costos muy elevados. Confirmar la imposibilidad de nuestras autoridades y partidos para llegar a un acuerdo mínimo sería grave. En fin, aún cuando no desate todos los mecanismos virtuosos que se le asociaron en enero de 1995, la reforma urge.