La Jornada Semanal, 21 de julio de 1996
Veintiocho muchachos se bañan en la playa,
veintiocho muchachos y todos tan amigables.
Y veintiocho años de vida femenina y todos tan solitarios.
Ella posee la elegante casa que se eleva en la orilla;
ella se oculta, hermosa y lujosamente ataviada, tras las persianas
de la ventana.
Cuál de los muchachos le parece el mejor?
Oh, aun el más tosco es hermoso para ella.
A dónde va, señora?, pues la he visto
feliz ahí, en el agua, y ahora permanece inmóvil en su habitación.
Con danzas y risas, otra bañista (ahora son veintinueve) camina a lo largo de la playa,
los demás no la ven, pero ella los contempla y los ama.
Las barbas de los jóvenes brillan de tan mojadas, el agua escurre de sus largas cabelleras,
pequeñas corrientes recorren sus cuerpos.
Una mano invisible también recorre sus cuerpos,
desciende trémula desde sus sienes a sus costados.
Los muchachos flotan de espaldas, sus blancos vientres se arquean
al sol, no preguntan quién intenta sujetarlos tanto,
no saben quién jadea y se retira indecisa y cabizbaja,
no saben a quién salpican con la espuma del mar.
El negro sostiene con firmeza las riendas de los cuatro caballos, el aparejo se balancea debajo de la tensa cadena superior,
el negro conduce el largo carretón del picapedrero, firme y alto se sostiene apoyando una pierna contra el carril de defensa,
la camisa azul le cae suelta sobre la faja de la cintura y descubre el amplio cuello y el pecho;
su mirada es serena y dominante; para despejar su frente, echa hacia atrás el ala del sombrero
y el sol cae sobre sus encrespados cabellos y su bigote, cae sobre el color negro de sus pulidos y perfectos miembros.
Contemplo al gigante pintoresco y lo amo, y no me detengo ahí,
continúo también con los cuatro caballos que sujeta de las riendas.
En dondequiera que esté, acaricio la vida, ya sea que me vuelva hacia atrás o me vuelva hacia delante,
ante mis inferiores y nichos apartados me inclino, a ninguna persona ni objeto olvido, todo absorbo para mí mismo y para este canto.
Bueyes que hacen vibrar el yugo y la cadena o que se detienen a la sombra de las frondas, qué expresan con sus ojos?
Me parece que dicen más que todos los libros que he leído en mi vida.
En mis lejanos y prolongados vagabundeos, mis pisadas asustan a los patos de plumaje tornasolado,
los veo elevarse, macho y hembra juntos, y volar a mi alrededor, lentamente, en círculos.
Creo que hay una intención en ese vuelo,
confieso que siento que se mueven dentro de mí el rojo, el amarillo, el blanco,
y considero intencional también el verde y el violeta y el penacho en sus cabezas.
Y no llamo indigna a la tortuga por no ser algo más,
y me parece hermoso en los bosques el graznido de la urraca azul, que nunca estudió las escalas,
y la estampa de la yegua baya me avergüenza de mi simpleza.
Traigo vigorosa música de cornetas y tambores:
no sólo entono marchas para celebrar a vencedores, también
entono marchas para los derrotados y los muertos.
Es bueno salir victorioso en cada jornada?
También digo que es bueno ser derrotado, perder las batallas con el mismo espíritu de quienes las ganan.
Me inclino con reverencia y brindo a los muertos mis redobles de tambor,
soplo en mis trompetas por ellos lo más estruendosamente posible y con mi mayor gozo.
Vivas a los que han fracasado!
A los que vieron hundirse en el mar su barco de guerra
y a todos aquellos que con él se hundieron en el mar;
a todos los generales que perdieron los combates, y a todos los héroes derrotados,
y a todos los incontables héroes desconocidos que son
iguales que los más grandes héroes conocidos.