El martes de cobro, nuestro colaborador Waldo Lydecker llegó a la oficina con cara de pocos amigos (la verdad sea dicha, nunca le hemos visto otra). Dueño de un humor agrio y de una excepcional cultura en las zonas difícilmente memorizables del cine de horror, el grunge y la criminología, Waldo tiene muchos méritos, pero entre ellos no figura el amor al prójimo. Aunque cierto difamador afirma que Waldo perdió su condición de duro la tarde en que tomó del brazo a una viejita para ayudarla a cruzar el entronque suicida de Revolución y Barranca del Muerto, nuestro especialista en decapitaciones filmadas jura que jamás ha beneficiado a nadie. Como es de suponerse, el motivo de su visita era quejarse de algo. En este caso, de la humanidad en general y de nosotros en particular. Dos eran las señas del oprobio. En abierta burla del estilo Selecciones, su artículo sobre los Juegos Olímpicos se llamaba "Mi Olimpiada olvidable"; alguno de nosotros lo transformó en "Mi Olimpiada inolvidable" y esto motivó la siguiente frase: "Lo único inolvidable es su mediocridad!" Alentados por el comentario, le preguntamos si se le ofrecía algo más. Por supuesto y desplegó un ejemplar de nuestro número lleno de agraviantes subrayados. Miren nomás qué prodigio de la estupidez: "groupies impresionistas". Un silencio se apoderó de la oficina. Hasta los teléfonos y el fax parecían reflexionar en que, después de todo, la frase no estaba tan mal. Al ver que no descubriríamos el descalabro por cuenta propia, Waldo habló en un tono perfecto para quitarle el óxido a los metales: Si hubiera groupiesimpresionistas, Van Gogh no se hubiera suicidado! La frase correcta se refería a las "groupies impresionables". Durante unos segundos largos, vimos a Lydecker con un pasmo digno de las imposibles groupies impresionistas. A continuación, el colérico del martes abandonó la oficina. No que su madre es brasileña? preguntó alguien que confía en los espíritus nacionales y piensa que todos los brasileños tienen sangre ligera, saben rematar de palomita y bailan lambada a la menor provocación. Su padre es austriaco recordó alguien que también cree en los espíritus nacionales y considera que Lydecker es la más neurótica constatación de las teorías de Sigmund Freud. Total que las erratas en el artículo han contribuido a perfeccionar su desprecio por la humanidad. "Tenía que pasarme a mí", comentó al salir, como si hubiéramos plantado la calamidad adrede, para convencerlo de que el zoon lógon éjon, es decir, "el animal provisto de la palabra", es tan imperfecto como el animal provisto de una AK 47. Sirve de algo pedirle disculpas? Por ética profesional, ya pintamos un graffiti en la primera barda que ve cuando sale a desayunar a las dos de la tarde: "Perdónanos, Waldo." Sólo nos resta esperar que su ira se convierta en un quemante artículo. Hay que reconocerlo: qué sería de nosotros sin las atravesadas pasiones de los colaboradores?
Los tres tenores
La trinidad del do de pecho ha vuelto a las andadas. Pavarotti, Carreras y Domingo han emprendido una gira digna de los Rolling Stones: 56 mil espectadores en Tokio, 50 mil en Londres, 67 mil en Munich. En 1996, las gargantas profundas del bel canto se apoderarán de los estadios del mundo. Obviamente, resulta absurdo evaluar la calidad de un concierto que requiere de 68 micrófonos para llegar al público. En su rotación planetaria, los célebres tenores (conocidos en las camisetas de la gira como The Three Ten) encarnan la paradoja de los cantantes que no deben ser medidos por su voz. Cuando las notas de Verdi se apoderan de las tribunas, las tres bocas no están allí para producir los divinos gorgoritos de la lírica italiana sino para dominar al auditorio con su leyenda y el atributo homérico de Sténtor en la Ilíada: el grito superior a 60 pulmones, la potencia estentórea que controla a los ejércitos, el ruidoso carisma capaz de establecer un pacto triangular entre la música, la épica y la cultura de masas. |
Un arte menor
Ayer fui al zoológico. Un pingüino se me acercó cuando iba pasando y me preguntó por ti. Y qué le dijiste? me contesta. A la hermosa Ximena, de cinco años de edad, no le interesa averiguar cómo llegó a tener noticia de ella el pingüino del zoológico. Xime es, por su edad, surrealista espontánea. La conversación entre adultos es otra cosa. Se basa en acuerdos muy generales y sutiles. Paul Grice y John Searle, entre otros, lo han estudiado en artículos de admirable precisión. Uno de estos acuerdos es, por ejemplo, "no des más información que la pertinente al tema que se está tratando". El exceso hace que se pierda la dirección de la plática y engendra ambigüedad. Si estoy hablando, digamos, de que fui a Querétaro y digo "fui en coche, el coche verde que me vendió el Popochón cuando intentó irse a vivir a Milán", me paso de información, engendro confusión y ya no se sabe si estoy hablando del viaje, del coche o del Popochón. Pero casi nunca sucede. Estamos entrenados para conversar y acatamos los acuerdos tácitos con admirable habilidad, sin ninguna necesidad de saber explícitamente que existen. Los niños chicos no han suscrito todavía ninguno de estos acuerdos. A esa edad se entiende poco de cortesía y cooperación. Por eso, hablar con un niño no es práctica común y no reflexiva, sino un arte, un arte menor. El tema es muy amplio. Aquí no podemos más que dar algunos avisos, observaciones, ciertos preceptos o máximas que nos permitan ir acercándonos a la práctica elegante y minuciosa de hablar con un niño. En ésta, como en otras artes, todo está en ejercitarse. Si te acercas al niño y preguntas "cómo has estado?", ya cometiste tu primer error. La frase es demasiado general y burocrática. Quién sabe qué entienda un niño cuando oye eso. Tal vez nada, tal vez un ruido al que mecánicamente hay que contestar "bien". Y aquí viene un primer aviso del arte: "No le digas nunca al niño o niña nada general ni abstracto, ni propio de los acuerdos de conversación entre los adultos." Olvídate de eso. Mejor desciende desde el arranque al detalle concreto. El niño ama el aquí y ahora del detalle concreto. Por ejemplo, abre el juego con: Un niño que conozco desayunó hoy una pierna de conejo, que se comió con la mano, sin cubiertos, un vaso de leche no muy grande y un pan tostado al que le untó miel con una cuchara. La fuerza de esta salida está en tres puntos: primero el realismo minucioso de la enumeración, segundo la rareza de desayunar conejo y, por último, la misteriosa identidad del niño. No sabemos cuál de estos puntos pueda atraer el interés de tu interlocutor. Lo fundamental, sin embargo, está en el toque hiperrealista del menú del desayuno. Es un juego como el de Joyce con el señor Bloom: consiste en no brincarse nada, hay que ir cosa tras cosa, detalle tras detalle. Ahora pasa al medio juego: háblale al niño de él mismo. La obsesión por uno mismo, repulsiva en el adulto, es deliciosa en el niño. Pregúntale qué desayunó él. Pide detalles y más detalles. Por ejemplo: "Ya traías los calcetines puestos cuando desayunaste?" Establece una diferencia entre desayunar con o sin calcetines. Los niños entienden bien toda clase de reglas. Inventa un personaje: el niño que no podía desayunar sin los calcetines puestos. Pregúntale que otras reglas extrañas tenía este niño. Los niños son muy hábiles captando personajes. Pero ayúdalo, no es tan fácil. Observa que estamos hablando con un niño (o una niña) muy chico. Eso no importa, las mejores estrategias son de amplio espectro y puedes emplearlas con niños más grandes (y hasta con adultos sin la esclerosis mental de lo solemne y burocrático). No pierdas de vista, sin embargo, que un niño es una especie de estado, no un ser fijo, una criatura que fluye. Pero retiene. Ana Karenina y su amante no hablaban nunca delante de los niños que, explica Tolstoi, captan todo y no olvidan nada. Tú puedes ponerte en el lugar de un adulto, lo haces muchas veces, automáticamente, con el simple procedimiento (muy expuesto a error, por cierto) de suponer que lo que le sucede a él te sucediera a ti. Pero tú no te puedes poner en el lugar de un niño. Un niño no es como tú, es diferente. Quién sabe cómo ve las cosas, cómo las aprecia, quién sabe de dónde nacen sus violentas emociones. En tanto menor es el niño, mayor es la dificultad de ponerte en su lugar. Por lo tanto, antes que nada acepta que estás ante un ser extraño, peculiar. Todo niño tiene algo de marciano. Justamente por eso es tan interesante. Es impredecible y directo, enemigo del lugar común y el dato consabido, fresco, nunca sabes qué te va a decir, inventivo. Así como los niños chicos pueden ser artistas admirables cuando dibujan, pueden ser también admirables escritores cuando hablan. Como aquel niño, del que hablaba el Pelícano Martínez, que explicó a su maestro: "En las guerras, los que ganan les quitan a los que pierden todos sus botiquines." Botiquines, es perfecto. Qué adulto podría hacer una observación así? Tendría que ser un poeta, no crees?
Abolir la palabra
En 1948, George Orwell imaginó un país devastado, cautivo de un gobierno corrupto y totalitario que controlaba a la sociedad bajo la fachada de un Hermano Mayor todo poderoso y omnipresente. Dado que el pensamiento es palabra, el Estado de 1984 cree que para controlar las mentes debe controlar el idioma, por eso reinventa y actualiza continuamente una nueva lengua, el newspeak, en el que cada nueva versión es más corta que la anterior. Es curioso que el newspeak prefigurara los programas con que hoy en día nos relacionamos con las máquinas, los cuales evolucionan a medida en que se hacen más accesibles y fáciles de usar. Cada vez tenemos que saber menos (instrucciones, órdenes y reglas), por lo tanto pensar menos, para emplear un programa. La filosofía misma del user friendly software (o bien, los programas de fácil utilización) es que el usuario puede ser estúpido, siempre y cuando su máquina sea inteligente. En la novela de Ray Bradbury de 1953, Fahrenheit 451, el lenguaje escrito queda abolido, brigadas de bomberos se dedican a quemar libros y el gobierno trata de aniquilar la memoria escrita al desaparecer todo tipo de literatura. Ahora bien, tanto la novela de Orwell como la de Bradbury son, hasta cierto punto, ingenuas, ya que fueron escritas en un tiempo en que aún no era claro que la palabra se volvería cómplice de la cultura de las imágenes, como han puesto en evidencia la artista Barbara Kruger mediante sus collages, Jennie Holtzman con sus letreros electrónicos y, en general, toda una nueva camada de publicistas, quienes han recuperado las estrategias de denuncia de la vanguardia de los sesenta para promocionar una variedad de productos.
Escritura veloz
Paul Virilo dice: "Es el tiempo real de la pantalla lo que amenaza la escritura. La escritura siempre sucede en tiempo diferido, siempre con retraso." La palabra no está cerca de ser aniquilada por una nueva cultura exclusivamente iconográfica, a pesar de que las dos grandes plataformas de computación, Windows y Macintosh, quisieran sustituir definitivamente las palabras por dibujos y glifos sugerentes. Para acelerar nuestra interacción (en tiempo real) con la computadora, los programadores han optado por una escritura hiperreducida y telegráfica. El Big Brother orwelliano se pondría feliz si pudiera lograr que la gente tan sólo se comunicara en tiempo presente, infinitivo, y en frases hechas de una o dos palabras: abrir archivo, insertar fecha, arreglar ventanas, numerar páginas, borrar, borrar y borrar.
Máquinas humanizadas
Neil Postman afirma, en su libro Technopoly, the Surrender of Culture to Technology (Vintage Books, 1992): "Si definimos la ideología como un juego de suposiciones, de las cuales apenas estamos conscientes pero que no obstante dirigen nuestros esfuerzos para dar forma y coherencia al mundo, entonces nuestro instrumento ideológico más poderoso es la tecnología del lenguaje en sí misma. El lenguaje es pura ideología." Y en la era de la información, el lenguaje dominante es el de la tecnología; éste, entre otras cosas, tiene la característica de haber adoptado la metáfora del hombre como máquina. Postman pone como ejemplo de esta humanización de la tecnología, el caos que tuvo lugar en la red Arpanet (el antecedente de Internet) el 4 de noviembre de 1988, cuando las comunicaciones se volvieron torpes, miles de archivos se dañaron y la red sufrió una crisis mayor en el momento que el problema se extendió a más de seis mil computadoras en todo el mundo. La primera hipótesis fue que se trataba de un programa que se pegaba a otros programas, es decir, un "virus informático". En realidad, el culpable había sido un "gusano" (worm), esto es, un programa independiente diseñado para liquidar computadoras. No obstante, la palabra virus aplicada a la computación se incorporó de golpe en el habla popular. De la noche a la mañana las computadoras podían enfermarse, las redes podían portar infecciones, aparecían tónicos, vacunas y condones. Postman comenta: "Este tipo de lenguaje no es mero antropomorfismo pintoresco, sino que refleja un profundo cambio en la percepción de la relación de las computadoras con la gente."
Soluciones técnicas a problemas humanos
El hecho de que el lenguaje humanice a las computadoras resulta particularmente inquietante, ya que se trata de una máquina que no trabaja sino que dirige el trabajo. La computadora es un aparato que impone respetabilidad y que tiene una "opinión" experta. Postman escribe: "La computadora muestra o La computadora ha determinado son el equivalente en la tecnópolis [término con el que se refiere a las tecnocracias totalitarias] a Es el deseo de Dios" El problema de que el lenguaje de la computación se enquiste en el lenguaje cotidiano es que también se inserta la idea de que los problemas realmente graves que enfrentamos, tanto en nuestras vidas personales como profesionales, requieren soluciones técnicas que dependen del rápido acceso a la información, así como antes dependían de las plegarias. Siempre es peligroso olvidar que los verdaderos problemas de la vida difícilmente pueden reducirse a ecuaciones. ¤ Naief Yehya ¤ [email protected]
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