La Jornada Semanal, 21 de julio de 1996
Amigas y amigos:
Es con gran satisfacción y con inmensa gratitud como me presento aquí esta tarde para recibir el título de Doctor Honoris Causa que la Universidad de San Carlos de Guatemala ha tenido a bien otorgarme, dando muestras de ilimitada generosidad hacia mi persona. Mi agradecimiento a los miembros del Consejo Superior Universitario de esta ilustre Universidad que decidieron tal distinción en mi favor tampoco tiene límites.
Cerca de cincuenta y dos años han transcurrido desde aquel día de septiembre de 1944 en que con mi compañero de letras, Francisco Catalán, y custodiado por funcionarios de la Embajada mexicana, crucé la frontera entre Guatemala y México rumbo a un exilio forzoso, impuesto por las circunstancias revolucionarias que nuestro país vivió en aquel año que, por cierto, iba a convertirse en un parteaguas histórico de enorme significación, como se demostraría más tarde, no sólo para Guatemala sino también para nuestras patrias grandes: Centroamérica e Hispanoamérica en su conjunto.
Eran los días finales de la guerra mundial contra el fascismo, y de la esperanza de los pueblos sustantada en aquella inmensa batalla por la libertad que se libraba con la mira puesta en la conquista de una vida verdaderamente digna para todos. En sus modestas proporciones, en la lucha contra el régimen opresivo del dictador Jorge Ubico, vale decir contra los fascistas locales, el pueblo de Guatemala se levantó asimismo con valor y fortaleza moral, en un movimiento de rebeldía que, correctamente interpretado por sus visionarios dirigentes de entonces, dio por resultado un nuevo cuerpo legal e institucional que nos rigió durante los sucesivos regímenes democráticos del doctor Juan José Arévalo Bermejo y del coronel Jacobo Arbenz Guzmán, este último, viene al caso recordarlo, honrado hace apenas unos meses, en la oportunidad de la repatriación de sus restos, con un Doctorado Honoris Causa póstumo conferido por esta dignísima Universidad. "Diez años de primavera en el país de la eterna tiranía" llamó en su momento a ese importante periodo de nuestra historia aquel otro gran guatemalteco que en vida recibió también de nuestra Universidad ese merecido honor, el gran poeta, ensayista y hombre íntegro, mi amigo de muchos años y desvelos compartidos en el exilio mexicano, Luis Cardoza y Aragón.
Múltiples son las actividades que el proscrito, el refugiado, el exiliado en general, ha de desempeñar una vez fuera de su patria, alejado de sus hábitos y costumbres, de sus familiares y amigos, de sus nubes, sus ríos y barrancos de la infancia y la primera juventud. Cuál camino adoptar, cuál seguir en el duro trance de emprender una nueva existencia en suelo ajeno? Cualquier exiliado sabe que en numerosas ocasiones esto lo determina el azar, esa combinación de factores diversos e imprevistos que en un momento dado deciden un destino. Pero cualesquiera que hayan sido esos nuevos llamados, esas inesperadas puertas que se me abrían (por todas las que se me cerraban), esas urgentes tentaciones, yo puedo decir ahora que, por lo que a mí hace, al salir de Guatemala llevaba claro ya el signo al que, mal que bien, con múltiples fallas y alguno que otro acierto, fui y he sido invariablemente fiel: el signo de escritor, de escritor guatemalteco, que desde el despertar de mi conciencia sentí como el destino al que debía entregarme. Y creo que es esa fidelidad a una vocación y a una patria la que hoy generosamente premia en mí la Universidad de San Carlos al otorgarme esta generosa distinción, que sólo así creo merecer.
Y así ha sido. No ha habido nada en mi larga y azarosa existencia por esos mundos ásperos o amables, por esas otras latitudes acogedoras y a veces hasta sutilmente lisonjeras; no ha habido nada, repito, que me haya inducido a olvidar que fue precisamente aquí, alrededor de este edificio, en la Biblioteca Nacional, dirigida entonces por nuestro gran narrador y poeta Rafael Arévalo Martínez, en donde por primera vez me sumergí en la lectura y el estudio de los clásicos de nuestro idioma, Garcilaso de la Vega, Gracián, Quevedo, encabezados siempre por Miguel de Cervantes; en un establecimiento comercial de la Novena Avenida Norte, llamado Carnicería Central, en que a escondidas de mis patrones pero con la complicidad de un jefe comprensivo, don Alfonso Sáenz, quien me regaló las obras completas de William Shakespeare en doce tomos que aún conservo, y me indujo a leer a Juvenal, a Lord Chesterfield y a Victor Hugo, cuyas grandes novelas me abrieron los ojos a las injusticias sociales de todos los tiempos y todos los países; y en un salón de billar (los caminos de la vocación son inescrutables) llamado Santa Rosa, aquí cerca, en la Octava Calle, regenteado por don Domingo, un hombre amable y risueño que me hablaba de poesía, cosa que le vendría de sangre, pues se declaraba descendiente de ese personaje orgulloso y triste de nuestra literatura, Domingo Estrada, poeta amigo de José Martí y traductor celebrado, como todos sabemos, en el poema "Las campanas", de Edgar Allan Poe, en el que yo volvía a encontrar el enorme valor que en este oficio tienen el ritmo y el sonido de las palabras, como el propio Poe sabía y proclamaba. Nada me llevó a olvidar que en estos mismos alrededores me movía con mis entrañables compañeros de Generación: el inquieto Guillermo Noriega Morales, que escribía cuentos llenos de imaginación y malicia, con quien yo estudiaba latín para algún día poder leer en este idioma a Horacio con su "Solvitur acris hiems grata vice veris et Favoni", pero sobre todo a nuestro Rafael Landívar con su melancólica invocación a Guatemala: "Quam juvat, alma, tuas animo pervolvere dotes,/ temperiem, fontes, compita, templa, lares", que su definitivo exilio le dictó en Bolonia, y que desde entonces conservo en mi memoria como un tesoro; el polifacético Carlos Illescas, que en la sala de su casa de La Parroquia nos daba a escuchar ciertos domingos la Novena Sinfonía de Beethoven, no sin antes advertirnos que la grabación, dirigida por Wilhelm Mengelberg, duraba una hora exacta, y me prestaba La montaña mágica de Thomas Mann, esto sin advertirme que su lectura duraría toda la vida; el siempre enamorado Otto-Raúl González, que al mismo tiempo que me daba a leer la primera versión de su obra maestra Voz y voto del geranio, me transmitía personalmente algunas de las lecciones de Derecho que le impartían en esta misma Universidad, principalmente las contenidas en un volumen de Derecho Romano preparado por su maestro, el novelista Flavio Herrera, en el que aprendí para presumir el extraño sustantivo "usucapio", el más extraño verbo "usucapir", y el principio suum quique, "a cada quien lo suyo"; en fin, otros cercanos compañeros de la Generación del cuarenta, de la que tan orgulloso me he sentido siempre: poetas, músicos, pintores y escultores a quienes he dejado de ver, mas no de querer y recordar, pero cuya mención personal aquí haría una lista que excederia los límites que el tiempo impone a estas breves palabras.
La fidelidad, pues, a aquella vocación y a estos recuerdos ha sido invariable en mí a lo largo de cinco décadas de destierro, de aprendizaje y de algunas modestas realizaciones en el campo de la literatura, que firmemente adopté como oficio a raíz de la publicación de mis primeros trabajos en el hoy desaparecido diario El Imparcial, que me acogió a través de los inolvidables César Brañas, Joaquín Méndez, Francisco Méndez y Manuel Eduardo Rodríguez, El Pájaro; y en la revista Acento, que mis compañeros de generación y yo fundamos en 1942 junto con el brillante poeta y ensayista, nuestro querido amigo Raúl Leiva, lamentablemente fallecido años más tarde durante su exilio mexicano y en el mejor momento de su fecunda carrera literaria, que abrazó con pasión y denuedo.
Aun cuando al cruzar aquella frontera en 1944 yo iba ya lo que se podría decir formado, es un hecho cierto que el aprendizaje del oficio de escritor no termina nunca. Así, fue necesario que pasaran otros quince años de intentos constantes, de innumerables lecturas y experiencias, para que yo me decidiera a entregar a la Universidad Nacional Autónoma de México (a la que me incorporé de diversas maneras desde mi primera llegada a aquel generoso país), a petición de mi gran amigo mexicano Henrique González Casanova, los originales de mi primer libro, Obras completas (y otros cuentos), parte de cuyo contenido había yo venido publicando en forma por demás dispersa en el tiempo y en el espacio.
Enfrenté un nuevo exilio involuntario que duraría dos años en la república de Chile, cuando renuncié a mi cargo diplomático en Bolivia, al momento que el gobierno de los Estados Unidos decidió en 1954 derrocar el gobierno legítimamente constituido de Jacobo Arbenz Guzmán, y acabar de un solo golpe con el intento democrático y con las aspiraciones de una vida más justa para nuestras mayorías indígenas, y para los trabajadores guatemaltecos en general, de la ciudad y del campo. Y, de paso, para cuantos hubieran entregado su saber y sus mejores esfuerzos en favor de esta causa. En mi cuento "Mr. Taylor", que como protesta escribí y publiqué en aquellos días en el diario El Siglo de Santiago de Chile, y que más tarde incluí en aquel mi primer libro, quise dejar un modesto testimonio literario de mi repulsa a esta intervención injustificada y brutal, así como a los métodos usuales de la penetración imperialista en nuestros países.
De vuelta a un renovado exilio en México, en 1956, hasta los presentes días, y en cumplimiento de aquel destino, o quizá sólo vocación, he sido lo suficientemente afortunado como para encontrar ocupaciones decorosas que me permitieran cumplirlo, o llevar adelante. Es así, y con mucho de suerte también, como al cabo de estos años he podido publicar la totalidad de mis libros en México, en España y en países de otros idiomas, una obra de toda la vida que, con sincera humildad, espero que no desmerezca demasiado dentro de la gran tradición literaria de que los guatemaltecos somos dueños, esa tradición que viene desde el lejano pero cada vez más cercano Popol Vuh, y pasa por la pluma (propiamente dicha) del conquistador y fundador Bernal Díaz del Casillo, a quien ya Gómez Carrillo llama paisano; por los incomparables hexámetros latinos de la Rusticatio mexicana de nuestro padre Rafael Landívar; por la prosa chispeante y la observación aguda de Salomé Jil, José Milla; por los elaboradísimos, perfectos, insuperables e insuperados endecasílabos que componen las octavas reales de las Tradiciones de Guatemala, de nuestro gran satírico José Batres Montúfar; las incomparables crónicas maestras para todo el ámbito de nuestro idioma, idioma al que, como Rubén Darío en el verso, contribuyó en forma decisiva a instalar en la modernidad de Enrique Gómez Carrillo; para llegar de lleno a nuestro atribulado siglo XX con el Ecce Pericles, los poemas y El hombre que parecía un caballo, modelo precursor de indagación psicológica, de Rafael Arévalo Martínez; a la penetración en nuestra alma indígena en Hombres de maíz, y de la otra en El señor Presidente, de Miguel Ángel Asturias; y la inquietante y certera lucidez de la poesía y los ensayos de Luis Cardoza y Aragón, para citar sólo nuestras más altas cumbres y para ocuparme únicamente de autores fallecidos. En conversaciones, en la cátedra, en foros internacionales, no he dejado nunca de señalar la gran riqueza literaria, las firmes bases con que históricamente contamos los escritores guatemaltecos, centroamericanos en general. Habrá alguien que con una tradición así se pierda? Estoy seguro de que esta tradición se prolonga en la actualidad gracias a la imaginación y el talento de tantos narradores y poetas de nuestros días, la probable presencia aquí de algunos de los cuales me impide mencionar nombres para no parecer adulador, o herir su modestia, pero en cuyos espíritus y en cuyas obras estoy seguro de que Guatemala tiene asegurada la continuidad de una siempre viva línea de originalidad, fuerza e ingenio literarios.
Debo concluir.
A grandes rasgos, y en forma por demás desordenada, he esbozado las dos grandes corrientes de nuestra vida nacional: la de los acontecimientos sociales de este medio siglo que han marcado nuestra historia con sangre, dolor y pérdida de valiosas vidas de dirigentes y hombres y mujeres comunes tanto en el interior como en el exilio (es decir, vida vivida por nosotros mismos, con grandes realizaciones y duras derrotas, producto esto último de la abierta intervención extranjera); y aquella otra existencia, más silenciosa, discreta y sólo aparentemente más tranquila, de los servidores de la literatura y la cultura en general. Quién puede decir la cantidad de sacrificios en vidas y de toda índole que el pueblo de Guatemala ha tenidoque hacer para recuperar la práctica y el sentido de la justicia y la democracia que comenzó a vivir en la década del '44 al '54? En los últimos días se ha anunciado por todos los medios que las partes en conflicto durante los últimos treinta y cinco años están a punto de lograr un acuerdo de paz justo y duradero. En esta significativa ocasión, hago votos por que este anhelo, sin duda mayoritario, se convierta en una firme realidad para bien y ventura del pueblo entero de Guatemala. Y aquí, y para terminar, por ningún motivo puedo ni quiero dejar de mencionar a los servidores de la enseñanza en todos sus niveles, desde maestros de escuela hasta profesores y catedráticos universitarios, que en las últimas y cruciales décadas han servidocon solicitud y eficacia a su pueblo, el pueblo guatemalteco, no exclusivamente en la labor educativa, que al fin y al cabo sólo sería su deber como tales, un alto y noble deber por cierto, sino con su constante valor cívico en los días más difíciles de la defensa de la dignidad ciudadana, y aun, cuando así se lo ha exigido su sentido de la abnegación, con la ofrenda de sus propias vidas. A todos ellos, y a esta gran Universidad, muchas gracias.