La Jornada Semanal, 21 de julio de 1996


La Historia es la historia de las adicciones

Jorge García-Robles

En 1995, Jorge García-Robles tomó por asalto el mundo de la literatura y la contracultura con su libro La bala perdida, sobre los años de William S. Burroughs en México. Actualmente prepara, para Ediciones del Milenio, una antología con textos reveladores sobre la droga y la cultura. Agradecemos a García-Robles que nos haya entregado tres primicias del libro, incluyendo la entrevista con Burroughs que publicamos en nuestra sección "El curioso impertinente".



Ningún ser vivo tiene adicciones. Sólo el hombre. Los animales y las plantas tienen necesidades. Los hombres convierten sus necesidades en adicciones. El demiurgo que nos hizo sea cual fuere nos arrojó al universo de manera por completo distinta a los demás seres vivos: nos fabricó adictos.

Las plantas, los animales, en su inmanencia, funcionan impecablemente: son perfectos, sacian sus necesidades con total precisión, jamás intentan ir más allá o huir de sí mismos. No así el hombre, quien manufacturado extrañamente e inmerso en un conflicto de vértigo existencial ineludible, está obsesionado por trascenderse y a la vez huir de sí mismo.

La conciencia de existir y de morir, de creer existir y ser de otra manera, diseñando individual y socialmente veleidosos planes para ello, trae como consecuencia la torcedura vital en la que habita el ser humano: una psicología en cortocircuito por el ansia de conseguir lo otro y al mismo tiempo huir de lo inevitable que le aterra: la muerte, no tanto la física como la otra, la de su sí mismo. Es esta última muerte la que más lo atemoriza, la que le causa pánico y angustia, la que lo apura a crear una cultura que lo defienda y aleje de ella.

Aquí aparecen las adicciones como el asidero más a la mano, no para tratar de resolver este conflicto sino para intentar apartarse de él. Las adicciones le permiten al hombre darle la espalda a su sí mismo. Los animales no tienen este problema, carecen de profundidad interna. Atributo exclusivamente humano, el sí mismo confunde, amedrenta y determina la conducta del homo sapiens. La vida del hombre ha de enfrentar necesariamente un dilema: dirigir su energía hacia su sí mismo o fugarse de él. Las adicciones son la toma de partido por la segunda opción. De ahí su poder seductor: constituyen una fuga de las profundidades de su ser interno, cuya oscuridad le provoca miedo.

El hombre, entonces, teme su sí mismo y se abandona a todo tipo de adicciones que le crean hipernecesidades-pretexto, preservándolo de las honduras de su espacio interior. Las adicciones son un artificial pero efectivo salvoconducto del miedo al ser interno. Pero, además, son un simulacro: los adictos pretenden encontrar lo que intuyen o saben de su sí mismo. Toda adicción contiene hallazgos súbitos que buscan reproducir aquello que sólo pertenece al sí mismo. Son una representación del sí mismo, una simulación fugaz. Los efectos de los trances adictivos crean la ilusión de que el sí mismo puede existir, darse, fuera de su dimensión (en el fondo, el adicto desearía vivir, no en trances expeditos sino en una plenitud alcanzada por vía no adictiva, es decir, a través del sí mismo). La adicción nunca se trasciende. Su dinámica es centrífuga y circular, y sólo cambia de dirección cuando la voluntad del adicto logra superarla.

Ser adicto es convertir mis necesidades en asertos compulsivos, atándome magnéticamente a ellos. La adicción es una fuerza que me lanza fuera de mí mismo, permitiéndome gravitar en un espacio distinto. La adicción es una fuga. Me vuelvo adicto y me hipoteco a aquello que me crea adicción, desentendiéndome de mí mismo. Me salgo de mi interioridad, y al hacerlo, mi energía le rinde tributo a eso otro a quien me abandono de manera involuntaria: la adicción es compulsiva aunque se disfrace de no serlo. La adicción no es un sacrificio: es un escape de mi propio laberinto, cuya resolución me aterra; es la fuga consumada, la coartada de mi ineptitud por subvertir mis miedos. No importa si soy o no consciente de ello, si en pleno trance adictivo me percato de lo que hago; aun así, los efectos son los mismos.

La cultura es salvo algunas expresiones aisladas esencialmente una enorme generadora de adicciones institucionalizadas; dicho de otro modo: la cultura misma es una adicción. La cultura codifica la fuga, la vuelve consensual, la legitima, reglamenta, cultiva, enseña, extiende, la vuelve deber ser. La cultura es el triunfo de la fuga frente al sí mismo, la actitud humana socialmente organizada contra sus temibles e inciertos abismos interiores.

Con todo, la cultura ora permitirá y alentará algunas adicciones, ora prohibirá otras, en una suerte de tiovivo donde se alternan y relevan las valoraciones respecto a qué adicciones son convenientes en cierto momento y cuáles no. Es cuestión de acomodamiento. La cultura ha de fingir ser adicta y por ello siempre condenará o regulará algunas adicciones. De no hacerlo, su montaje se desmantelaría y su legitimidad y razón de ser sufrirían un descrédito irreparable. La cultura tiene que defenderse de sí misma, de su adicción a la adicción, pero jamás confesarlo; y debe, arteramente, acusar a ciertas adicciones como la contraparte de lo que ella representa: el bien mismo, la parte limpia y positiva de las creaciones humanas. Ello le procura los autoelogios necesarios para justificar su existencia y quehaceres.

Legalizar y permitir todas las adicciones significaría aceptar la precariedad de la condición humana, sus enormes limitaciones, y aterrizar en una plataforma donde el optimismo y la esperanza por el perfeccionamiento y la armonía humanos estarían fuertemente cuestionados. De hacerlo, la cultura tendría que modificarse radicalmente, dejar de ocultar su vocación adictiva, descreer del progreso y mejoramiento humanos, y establecer nuevas reglas del juego, basadas en las limitaciones del hombre más que en la



La Jornada Semanal, 21 de julio de 1996


DEMASIADO SINSENTIDO...

Entrevista a William S. Burroughs*



¿Qué opinas del slogan "Di no a las drogas"?

-Le contrapongo otro que dice: ``Di no a la histeria de las drogas.'' Hay mucho de sinsentido y de basura en esa campaña. Durante el siglo pasado, las drogas se vendían en cualquier tienda de Estados Unidos, hasta más o menos 1914. En este periodo, el país no sufrió ningún colapso, al contrario, todo el mundo creía vivir en la época dorada norteamericana. El siglo XIX fue la época dorada de la familia religiosa, cuando las drogas se podían comprar en cualquier tienda: opio, morfina, heroína, cocaína, tinturas, preparados de cannabis. Esta campaña no tiene sentido, ciertamente es algo grotesco.

-Una vez dijiste que el alcohol era necesario para que el sistema funcionara. ¿Qué pasa con la cocaína?

-No sé, a mí no me gusta la cocaína, por Dios que no. Sólo cuando solía mezclarla con morfina o heroína. De otra manera no la soporto. No me gusta nada que me produzca temblor en las manos ni que me quite el apetito -de todos modos no tengo mucho apetito. Por supuesto que el uso de la cocaína entre los indios de Sudamérica es algo diferente. Ellos usan un preparado con uno por ciento de cocaína que lentamente absorbe el sistema por medio de las encías, y que ciertamente es malo para los dientes. He notado que muchos de los que mascan cocaína no tienen dientes. También es cierto que en cualquier cantidad por lo general es mala para la salud. Absorbiendo pequeñas cantidades de cocaína estos indios pueden realizar trabajo físico muy duro, pero ciertamente consumida en mayores cantidades es una droga mortífera, como los estimulantes.

-¿Qué pasaría si la marihuana y la cocaína se legalizaran?

-Nada. Ya fueron legales mucho tiempo. La marihuana, por cierto, además de ser probablemente una de las drogas menos dañinas, tiene muchos beneficios: estimula el apetito, amplía la conciencia, sirve para observar pinturas, escuchar música, intensifica las sensaciones; es una droga muy benéfica.

-¿Por qué el alcohol es legal y la cocaína no?

-El alcohol es nuestra droga natural. La prohibición nunca funcionó, y tampoco lo que están haciendo ahora va a funcionar. Por supuesto, el alcohol elimina por lo menos a 300 mil personas al año, directamente por cirrosis hepática, úlceras y otras cosas. Ciertamente, el alcohol es una droga mortal. Pero el grado de peligrosidad de uno y otra depende de la cantidad con que se consuman. Aunque nunca he sabido de alguien que se vuelva tan adicto a la cocaína como al alcohol. Es más fácil ser adicto de los sedantes que de estimulantes como la cocaína.

Jorge García-Robles

* Extractos inéditos de una entrevista realizada en agosto de 1990, en Lawrence. Kansas, EUA, que forma parte del libro-antología Drogas. La prohibición inútil, recientemente publicado por Ediciones del Milenio.