La Jornada Semanal, 21 de julio de 1996
Mosquerío s. m. Muchedumbre, multitud de alas.
1. En uno de sus ensayos, René Daumal, preguntándose por la relación entre poesía y pensamiento, recuerda, para ilustrarla, el caso de cierto mago capaz, entre otras habilidades, de hacer aparecer moscas. El mago procedía nombrándolas una primera vez y surgían ellas de la nada, frotándose la trompa procaces. Volvía entonces a llamarlas y las moscas caían muertas sobre el tapete verde de los trucos. A continuación, el público comprobaba, a través de la lente de una lupa, la defunción del insecto, su cáscara negra, misteriosamente vacía de órganos y de brillos.
El efecto resultaba vil y embaucador. No generaba otra cosa que un cadáver como tampoco la reflexión sobre literatura engendra mucho más, con el incómodo problema añadido de luego deshacernos de él. Y dónde se tiran quinientos cuerpos exánimes de moscas, dónde, en el fondo, se abandonan quinientos libros? En uno de sus textos, Augusto Monterroso apunta una precaria solución al segundo caso, que podría aplicarse al primero: para desprenderse de la biblioteca, lo que cabe es donarla, quemarla y, sobre todo, regalarla a los amigos, contando inexorablemente con que éstos tenderán a regresárnosla rápido, casi a pie de correo.
2. Los libros se quedan siempre, proliferan por todas partes. Como las moscas, vienen y como las moscas, el gesto que los dispersa y disemina es el que les obliga a acercarse aún con más insistencia. La escritura no es sino un ejercicio desacralizado de ida y de vuelta, ejercicio de llegar hasta el fin y retroceder al principio, un "movimiento perpetuo, vano e irracional", un baile desaliñado y gratuito, movimiento de mosca alrededor nuestro.
3. Atraídas por el hormiguero de trazos "que simulan un banquete de mosquitos", abriéndose paso por el babel de fósiles que es la biblioteca, evolucionando entre esa tumba de papel, "torre de sílabas exangües y sonidos fantasmas", el escritor Gesualdo Bufalino practicaba de niño en las tardes estivales de su Sicilia un juego profético, una mancia imposible con moscas. Las observaba posarse sobre un diccionario abierto y, meticuloso, apuntaba las palabras que sus patas marcasen "mejor si un minúsculo puntito contribuía a indicarlas, expulsado por las minúsculas vísceras del animal". A la espera de la fórmula que encerrarse el destino, que lo aclarara todo, horóscopo infalible revelado por un insecto, la oración obtenida no acababa de poseer ni conjugación probable ni evidente sentido, porque, por otro lado, ni siquiera el mismo lenguaje parecía tenerlo.
La lengua, en efecto, no se compone tan sólo de palíndromos, ese espejismode prefección y simetrías, esas cristalizaciones léxicas que se entienden igual en una dirección que en otra luz azul; amor, Roma y que serenan, con la ilusión de un orden iluminado, una gramática trascendente y providencial. El idioma se constituye, más bien, de miserables frases-moscas, descubiertas y detectadas por Monterroso; frases tan abundantes, comunes y frecuentes como el ser invertebrado la mosca, reina de lo obvio que sirve para bautizarlas; "frases perseguidoras de que están llenos nuestros libros"; frases terrenas que para atrás no significan nunca lo mismo, que incluso para ningún lado significan nada.
La frase-mosca, frase retórica, repetitiva, no revela sino su propia contingencia y, servil, no declara. Pero es la expresión cierta, sin embargo, de la que estamos hechos, la que nos configura más aún que las demás; la que es parte nuestra y carne, podredumbre nuestra, voz de la sintaxis más tangible de los días.
Toda la literatura de Monterroso se escribe reconociéndolas y en guerra con lo que las depure, en batalla con esa veleidad falaz del sentido, con la solemnidad de los significados y las bellas letras, con el deseo pretencioso de instituir texto memorable, sentencia, de elaborar decir absoluto que nos desentrañe y celebre. Se escribe toda la obra de Monterroso contra la gravedad mentirosa y hierática de las obras.
4. Desde luego, lo que más sobresalta de estos animales es su molesto don de ubicuidad. Son como Dios o como el demonio, omnipresentes, zumbadoras. Se encuentran donde se las espera y donde no se las supone. Incluso en el paraíso están, gordas y lustrosas al sol de la primera semana. Y estarán asimismo entre las multitudes sonrientes de los resucitados.
De la conjunción de un pastor, una calavera y una mosca en un cuadro del Guercino extrajo Panofsky la preocupante conclusión de que también se moría en la Arcadia, que se sufría y se enfermaba, y que en cualquier promesa total de dicha se encierra un principio, un delgado zumbar, de morbidez y de melancolía. Et in Arcadia ego, nos canta la muerte en una frase, el colmo de las frases-mosca, cuya traducción discutió el mítico Dr. Johnson y que resultaba, no obstante, evidente, obvia pensaba Nabokov y recoge Monterroso en su diario, tan simple como que la carne congrega avispas y la plenitud o el esplendor preceden apenas a su inmediato derrumbe y a su ruina, al consiguiente final de toda cosa.
Aunque resulten tan chocantes allí inesperadas, en medio de la felicidad, también hasta el Edén nos han seguido moscas.
5. Ya que "ellas son Euménides, Erinias, son castigadoras", son las que vengan culpas ignoradas, el que destruyó Jerusalén, el emperador Tito, se vio asediado por un moscardón que, instalado en su cuello, se alimentaba de él, a él se unía, hasta alcanzar el tamaño de un palomo y asfixiarle.
Pero esto ya lo sabe el otro Augusto. Sabe que en las moscas se cumple la venganza de lo pequeño contra los prepotentes y excesivos que creen iluminarlo todo, expresarlo todo, y contra una literatura elevada a soberbia e improbable cifra del mundo. En cambio, la prosa breve, la escritura breve reconoce su fragilidad, reconoce el secreto inconfesable que ahoga la garganta del rey. Admite su impotencia, admite resignada ese punto definitivo que la enmudece, que se le impone "con fuerza odiada y respetada a la vez", fuerza que ella acata e incorpora. Ella dice su silencio, dice lo que la termina, subraya su final "estoy acabando esta línea", se nutre de su propia extinción.
6. De esta manera maniobran los escritos de Monterroso, como textos esquiroles que enseñan a deshacerse de otros textos moscas que rondan moscas, textos suicidas que ensalzan los placeres de no leer moscas arrojándose en la llama o textos contradictorios que se niegan a repetir la historia del escritor que no escribe para luego venir a repetirla, y a la inversa: que dicen que van a contarla, que van a contar cómo ellos no fueron redactados, para después salvarse en el último minuto y ser otra cosa, contarse a sí mismos. La literatura de Monterroso trabaja con estas sutiles y permanentes escaramuzas. Al fin y al cabo, privilegio del insecto es la extrema movilidad, el huir continuo; privilegio suyo es estar y de inmediato escaparse.
7. Así, quedamos inquietos, desolados, picados en la curiosidad, quedamos picados por la mosca, con ella detrás de la oreja. "En todo lo que escribo oculto más que revelo", confiesa Monterroso con frase inmisericorde y revuelta, frase despistadora e invertida, frase esta vez mosqueante, que se desautoriza a medida que se pronuncia. Porque si esto es cierto, si se disfraza en todo lo que hace, qué hace ahora en lo que dice: se esconde o se descubre. La sinceridad, la veracidad de la confesión resultan comprometidas en el instante en que se habla, en el instante en que, ironía de la ironía, la frase se dirige en redondo hacia la mano que la emplea, texto que duda de su propio nacimiento, de sus propias intenciones.
8. Una narrativa en la que no se oyera el vuelo de una mosca, una narrativa en la que no se escuchasen zumbidos, disensiones, no sería sino relación muerta, mosca muerta, obra congelada, paralizada, tan mecánica y fría que ni siquiera atrae parásitos.
Por el contrario, la escritura de Monterroso se llenará de huecos, de vaivenes, de gratas imperfecciones, sólo porque, para estar viva, tiene que sufrir el riesgo de la contradicción, el riesgo de morirse. Es una prosa susceptible de errar, de poblarse de abejas, de descomponerse; que se anula, se desdice y se perjudica; que se entrega al insecto por vivir en Arcadia y se expone al derrumbe para hallar algo pleno; que escucha el proceso de su disolución para hacerse con alguna permanencia, aunque sea la de lo que se va esperando volver, que corre el peligro y el desconsuelo de la mosca únicamente por y en virtud de la noche en que se sueña águila.
En los tiempos prehistóricos, mucho antes de Cristo y
cuando el mundo carecía de historia y todo era oscuro,
pétreo y desolado, el dinosaurio era considerado, en las
culturas monoteístas, como un dios, el creador de un mundo
desde siempre creado, y en las culturas pluriteístas como el
dios de la sabiduría y el silencio, el Dios Padre, el Dios
Anciano o el Maestro, en una época en la que no había
maestros ya que nada había que enseñar: el mundo estaba
allí, absurdo y sin misterios, y a la vista de todos los que
podían ver. Pues en los tiempos prehistóricos, los
más felices que conoció la humanidad antes de entrar en
la infelicidad de la Historia, casi todos los seres, con
excepción de los que veían, eran ciegos. Y sólo
los dinosaurios veían. Y por eso eran dioses.
Hay quien dice que los dinosaurios jamás han existido, de la misma forma que a lo largo de los siglos de la Historia han ido surgiendo numerosas escuelas filosóficas empeñadas en negar lo más obvio: la existencia de Dios. Pues bien: en la Prehistoria, los vastos y desolados paisajes estaban poblados de dinosaurios, animales pétreos que aunque sabían hablar no hablaban nunca, pues ocupaban su tiempo en meditar. Meditad y veréis cómo las palabras no salen de vuestras bocas, son palabras silenciosas, llenas de significados infinitos y definitivos: palabras divinas. Las palabras estruendosas y sin significado, o con significados falsos, surgieron luego, precisamente cuando empezó lo que llamamos la Historia, antes y (sobre todo) después de Cristo, el dios falso por excelencia. Eran tiempos, aquellos, en los que las novelas tenían una sola línea y los cuentos una sola línea: todo era extensión y horizonte.
En efecto, así como en la Historia hablamos de antes y después de Cristo, el más humano de los dioses falsos, podemos decir que la Prehistoria es la edad de los dinosaurios, el más divino de los animales verdaderos, y la Historia su ausencia. Por eso podemos decir que, paradójicamente, este espacio vacío que fue la Prehistoria era un espacio de plenitud, de ahí que los dinosaurios sean animales gigantescos que cuando están en reposo permiten que el mundo se llene de luz, lo que llamamos la luz del día, y que apenas se levantan llenen el mundo de una espesísima sombra, lo que llamamos noche. Al desaparecer estos animales divinos el mundo se hundió en un vacío poblado por el caos: el mundo tal como lo sufrimos hoy.
Es grotesco decir que descendemos del mono. Sólo el resentimiento positivista, máxima expresión de lo que es la Historia, podría necesitar una teoría tan burda. Era imposible que Adán fuese un mono, porque los monos no existían. Los monos son relativamente modernos, pertenecen a la Historia, y desde siempre han despreciado a los hombres, a los que ven como nosotros los vemos a ellos: ridículos y repugnantes copuladores, ajenos a la esencia divina. Si es absurda la idea de un dios hecho hombre, es igualmente absurda la idea de un dios hecho mono. O me equivoco? Los primeros pobladores del planeta Tierra, y quién sabe si del Universo, fueron los dinosaurios, animales, por lo que tenían de divinos, ignorados por los Libros Sagrados. Eran seres mucho más grandes de como los conocemos por las ilustraciones. Los dinosaurios machos medían aproximadamente tres veces diez metros y pesaban diez veces mil kilos, y están representados, simbólicamente, por la pirámide. Cuando iban en manada, apenas si se oían sus delicados pasos de animales lentos y meditabundos, pero sí el estruendo de sus voluminosos testículos de piedra. Las hembras eran mucho más altas, tenían senos como luego los tendrían las mujeres, y los efluvios de sus menstruaciones tenían poderes soporíferos. Por eso en la Prehistoria todo era vacío, silencio y sueño. Por eso en unas pocas palabras se podía definir toda la complejidad del mundo.
El mundo, antes de la Prehistoria, es decir, en la Protohistoria, sólo tenía una palabra: Dios. Antes de la Protohistoria no había ninguna palabra, sólo la imagen del silencio. Y con la Historia el mundo se llena de palabras: entramos en el caos. Los dinosaurios, a pesar de ser animales prehistóricos, recordaban el silencio y su meditación consistía precisamente en ir borrando palabras para poder abandonarse así al vacío del silencio. Luego, una extraña nostalgia los devolvía a una extraña partitura de siete palabras. En el sueño carecían de palabras. Sólo había imágenes también vacías, luz en el interior de la luz, espacio absoluto como dicen que es el cielo. Y al despertar...
Éste es el sentido absoluto, sin anécdotas, de la partitura de Augusto Monterroso. Cuando despertó el ser humano y entró en la Historia, es decir, cuando pasó del apacible sueño a la pesadilla, el dinosaurio, maestro del silencio y de las siete palabras, todavía estaba allí. Que no nos abandone nunca. Y no nos abandonará. Gracias a la partitura de Monterroso hemos recuperado nuestro origen divino, pues no somos otra cosa que seres creadores y creados, espacio absoluto de la Creación. Y no hemos recuperado la brevedad, detestable palabra, sino la esencia.
El dinosaurio es una novela larga porque interpreta la historia de la humanidad, y es esencial porque son siete palabras que proceden del vacío. Y qué es el vacío? El todo. La eternidad. El silencioso y meditabundo dinosaurio. Augusto Monterroso.
En su diario, Luis Cardoza y Aragón abrevia sus ideas sobre
la literatura de Augusto Monterroso en una imagen inusitada:
"miel de tigre". Es el ejercicio crítico más
económico y puntual que he leído. Si un alumno
mío me hubiese entregado un trabajo semestral sobre Monterroso
con esa sola frase, no sólo lo hubiese aprobado, sino que lo
hubiese propuesto para el doctorado (no sin recomendarle que abreviara
un poco la tesis).
A qué sabe la miel hecha de tigre? A una lenta prosa parca escrita con aguijón. El tigre, a garra y a alevosía, a cuidada depredación: una ironía que hace ochos en la jaula de la página, en espera del momento de saltar sobre la prolija imbecilidad indiferente.
Al releer estos tres libros que Alfaguara convirtió en lema de mosqueteros (Cuentos, fábulas y lo demás es silencio, 1996), sorprende el minucioso inventario que levanta Monterroso en las atiborradas bodegas de la catástrofe: la vanidad, la imbecilidad en todas sus formas, pero en especial la que decora las empresas fallidas de aquellos a quienes les da por hacer algo. Si hubiera que buscar el disparador narrativo de Monterroso, ese "le da por" sería un buen candidato: a Monterroso le da por observar a quienes les da por... El resultado es un humor de relojero, atento a la tensión entre las iniciativas de lo idiota (escribir, la primera) y los sorprendentes medios a los que recurre para realizarse. Es un impulso de abolengo: al mismo Alonso Quijano (o Quesada) le dio por la caballería andante.
Monterroso es, en este sentido, miembro de una genealogía envidiable: la de los escritores fascinados por lo que un estúpido llamaría "la estupidez humana" (pues que no hay de otra); es decir, los que están convencidos y una extensa biblioteca ha demostrado su grado de razón de que es precisamente en la práctica cabal de la estupidez donde los humanos demostramos serlo en mayor medida y con mayor contundencia. Como Flaubert, deslumbrado por Bouvard y Pécuchet, como De Quincey o Chesterton, o el Alfonso Reyes que coleccionaba estupidez periodística, para vacunarse y divertirse, Monterroso "imita a los seres de calidad moral inferior", leal a la definición aristotélica de la comedia. Si Baudelaire decía preferir el mal ya que sólo se puede ser bueno de una manera y malo de miles, la rama literaria de Monterroso elige la estupidez, más dúctil y elocuente que la monótona inteligencia o el tino unilateral. Y en nuestros medios, donde el ejercicio de la estupidez, lejos de ser una honorable práctica privada, deviene hecho institucional; donde el estúpido prevenido comienza por comprar protección, el resultado necesario es la reivindicación del ánimo satírico.
Ese ánimo se arma de una facultad de observación a toda prueba, de distancia crítica, de conciencia autoparódica, de un patente afecto por el minúsculo desastre, y unos ojos y oídos atentos a lo que un idiota llamaría lo humano en sí. La imbecilidad pulula. Si pienso en algunos grandes momentos recientes y documentables, viene a mi mente el equipo de nado sincronizado que va a ir a las olimpiadas, al que, en un momento de iluminación, le dio por crear su coreografía mojada sobre el tema de la Independencia de México. El burlón de inmediato imagina a la Corregidora de Querétaro sacando del agua un chamorrito. O a un cura Hidalgo que sale de la alberca para ver si le dieron, si no independencia, medalla. O pienso en Sixto Solís, un hipocondriaco que le escribe durante meses cartas y cartas al Dr. Ignacio Chávez cuyo archivo colaboro a organizar desde un pueblito en Guanajuato. Luego deja de escribirlas porque dejó de ser hipocondriaco. Es decir, porque se murió. Lo cual prueba que no lo era tanto. En fin, en una carta que enumera sus padecimientos de ese mes, le da por escribir una frase inolvidable: "Luego de hacer el acto, me duele lo que supongo que es el pene."
Pero Monterroso no se burla. Momentos de ese talante lo precipitan a los abismos más intensos de la intriga, donde se atarea es desmenuzar, apreciar, desmontar y precisar los raros confines de la bizarra creatividad de la estupidez y su genialidad a contrapelo. Y, sobre todo, lo va a hacer con una gran ternura de filósofo estoico, nunca con el humor histérico, mimetizante y orgulloso, de los pedagogos.
Toda su literatura quiere desmontar esa fértil urdimbre, aspirar a tocar ese ígneo momento en el que la polimorfaimbecilidad aparece, se desarrolla y muere. En ese esguince de la lógica, de la prudencia, del sentido común, del buen gusto, es donde este libro triple o para ensayar un modesto juego de palabras, este libro triportito, censa la enérgica vanidad de la esposa de un gobernador que le da por declamar; la estupidez de Leopoldo, al que le da por ser novelista; la señora que le da por hablar frente al micrófono, y ese delicado y necio derrotero de pendejez que elige Eduardo Torres para acceder a la gloria, nuestro Dr. Johnson tropical, esa Madame Bovary que corre de noche por el Atlántico para llegar a los brazos de Horacio y de Virgilio.
Pero el objeto favorito del aguijón es, desde luego, la hinchada vanidad de los escritores incapaces de escuchar, como López Velarde, al "demonio sarcástico" que maúlla prudencia. En ese sentido, no deja de sorprender que tantos escritores celebren a Monterroso, luego de celebrarse a sí mismos en congresos que les da por organizar, a pesar de conocer (uno supone) la "Ponencia presentada por el doctor Eduardo Torres ante el Congreso de Escritores de Todo el Continente celebrado en San Blas, S.B."
Ante la "miel de tigre", a fin de cuentas, es natural que la mayoría elija la miel y se vacune contra el tigre. La literatura de guardapelo de Monterroso, con su ácido de catarata, no puede ser un higiénico espejo para precaverse de la falibilidad, pues eso mismo sería materia de una fábula aún más despiadada. Además, es un espejo difícil de mirar: casi siempre está opacado por la polvareda que levanta el carruaje en cuyo eje viaja, sentadita, la mosca inmemorial, la fatua mosca.