MAR DE HISTORIAS Cristina Pacheco
La otra vida
Ernesto y Gloria se equivocan si creen que no los vi. Claro que noté su expresión de asco cuando les dije que el pastel que se estaban comiendo era parte del que me habían regalado en el albergue. Fue una sorpresa. Ayer, a las cinco, todos me acompañaron a partirlo, menos Titina. No puede bajar al comedor, pero fuimos a llevarle su plato al cuarto. Mireya, la encargada de recepción, nos tomó varias fotos. Ya me anda por que las revele. Pienso mandarle una a la mamá de Titina; vive con sus otros once hijos en ``Los Caimitos'', una ranchería de Veracruz.
Antes de irse, mi cuñada se ofreció a llevar a la cocina los platos con restos del pastel que apenas probaron. Me dio coraje el desperdicio y en venganza insistí en que me lo habían obsequiado porque ayer cumplí un año en el albergue. ``¿Y nunca se te ha ocurrido buscar otra cosa?'' Comprendí perfectamente a qué se estaba refiriendo Gloria, me hice la tonta para obligarla a tocar el tema de manera directa: ``Pues a tener un trabajo distinto, menos desgastante y peligroso. Por mi colonia están abriendo cantidad de restaurantes. De seguro necesitan personal. Si quieres, investigo''. Le contesté con una broma: ``Bueno, y de una vez que te informen si allí me darán la minifalda o tendré que comprarla si me contratan''.
Gloria no entendió mi juego, pero no insistí. Iba a preguntarle por qué le parecía más desgastante y peligroso mi trabajo que el de una mesera en minifalda, cuando me arrebató la palabra para comunicarme otra de sus inquietudes. ``¿Qué te sucede?'', le pregunté. Rápido se puso a contarme la historia de las mujeres que en una colonia pobre, y al grito de tenemos hambre, asaltaron un camión que transportaba pollos con valor de miles de pesos.
Mi silencio desconcertó a Gloria y, para obligarme a reaccionar, sintetizó las reflexiones que había hecho a raíz del asalto: ``¿Te imaginas? Pueden hacerlo otra vez... Tendrán hambre y lo que quieras, pero eso no justifica el robo. Eso fue lo que hicieron y sin embargo, nadie las detuvo. ¿Sabes por qué? Porque en este país ya no hay justicia''.
El razonamiento de Gloria me remitió a los casos de políticos y funcionarios corruptos que viven en el extranjero después de haber sacado del país cientos de millones de dólares. Mi cuñada permaneció unos segundos en silencio --de seguro haciendo trabajar su cerebrito en la conversión del billete verde en pesos-- y al fin exclamó: ``¿Millones de dólares? ¡Qué bruto! Nada más de imaginar lo que yo haría con ese dinero, se me hace agua la boca Por lo pronto, me hubiera comprado boletos para las Olimpiadas en Atlanta''. Comprendí que era inútil discutir con Gloria: ella y sus afanes justicieros iban ahogándose en los océanos de su salivación.
No fue la primera vez que Gloria manifestó su inquietud por mi trabajo. La expresa con frecuencia, sin imaginar cuánto me choca que lo haga. Su interés porque consiga ``algo menos peligroso y desgastante'' oculta asco y miedo de que pueda contagiarla de algo. Mi cuñada es obsesiva de su salud y de la limpieza. Ya imagino la cantidad de veces que ayer, de vuelta a su casa, le habrá repetido a Ernesto: ``Te juro que cuando tu hermana dijo que había traído el pastel del albergue, se me revolvió el estómago horrible, ¡horrible!''
No sé qué me sucede con Gloria. Me irrita siempre, quizá porque tiene una voz pegajosa y molesta como una hebra de miel.
Más allá de eso, de su particular concepto de la justicia y su desmedido apetito de dólares, reconozco que es buena gente. Debo ser más justa con ella: no es la única que se descompone cuando hago referencia a mi trabajo. Hay personas que tampoco pueden aceptar que asista a un albergue para niños enfermos porque creen que me paso la vida limpiando sus vómitos. Es verdad que lo hago de vez en cuando y nunca es agradable; pero aún si tuviera que hacerlo con más frecuencia, seguiría pensando que no cambio mi actividad por ninguna otra.
No hablo por hablar. Tengo pruebas. La mejor son mis domingos. Gracias a Dios no me faltan invitaciones. Cuando me llama alguna amiga, me habla Ernesto para que me vaya a comer a su casa. Voy con gusto, decidida a pasarla muy bien; pero al rato comienzo a deprimirme y mientras todos hablan de los problemas familiares --que a fulano le robaron el coche, que a zutano le subió el colesterol, que perengano anda con una quinceañera-- yo sólo pienso en mi lunes.
Mi horario de trabajo es de cuatro de la tarde a diez de la noche. Llego al albergue después de que los niños regresaron de los hospitales donde reciben tratamiento y ya comieron. A la primera que veo es a Titina. No sé cómo le hace, pero sabe en qué momento abro la puerta principal. Mis compañeras me han dicho que entonces, como puede, se escapa hasta la orilla de la escalera. Me sentiré feliz el día en que Titina pueda bajarla. Por el momento es imposible y, como lo sabe, se deprime y se irrita.
Reconozco que tengo debilidad por Titina. Eso no me impide querer a los otros niños. Todos me despiertan una gran ternura porque adivino su alma infantil esforzándose por sobrevivir en el fondo de las enfermedades que los aquejan --y además los mantienen lejos de sus familias y de su tierra--: cáncer, tuberculosis, leucemia, síndrome de Down, malformaciones, raquitismo, tumores. Los que le descubrieron en las rodillas a Titina en noviembre del 95 motivaron la amputación que desde febrero --poco antes de cumplir once años-- la dejó sin piernas.
Hoy Titina no me recibió en la escalera. Asustada, corrí a su cuarto. Tal como imaginé, la encontré llorando. Mireya me explicó que la niña estaba así desde que supo que las piernas que la sostendrán serán artificiales y no ``de gente'', como ella dice. ``Hemos hablado de eso muchas veces'', le aclaré a mi compañera. ``Pues sí, pero cuando le dije a Titina que esas prótesis se mandan hacer y se compran, se soltó llorando porque dice que sus papás son muy pobres''.
Simule disgusto, le supliqué a Titina que no anduviera pensando en esas cosas, le recordé su juramento de concentrar todas sus fuerzas en su rehabilitación. ``Además, no faltará quien nos ayude, así que no vale la pena que te preocupes''. Me costó mucho trabajo convencer a la niña de que estaba diciéndole la verdad. Cuando la vi más serena le propuse que nos fuéramos al cuarto de descanso para distraernos un poco viendo la televisión.
Por fortuna no había nadie. En la tele estaban pasando una película de amor. En la escena del beso final Titina se rió con nerviosismo y luego se volvió a mirarme. Adiviné en sus ojos una interrogante acerca de su futuro. En ese momento apareció Mireya para decirme que me hablaban por teléfono. Bajé de prisa a la oficina.
Era mi cuñada. No sé lo que me dijo. Mientras oía su voz --pegajosa y molesta como una hebra de miel-- estuve pensando en sus comentarios de la tarde anterior: ``¿Millones de dólares? De imaginarme lo que yo haría con ese dineral, se me hace agua la boca''. No pude controlar mi disgusto y sin decir más, colgué.
Volví al cuarto de descanso. Titina estaba dormida frente al televisor que transmitía un resumen de la fiesta inaugural en Atlanta.