Néstor de Buen
Sólo sesenta años

Tengo el borroso recuerdo de que el día 18 de julio de 1936 era sábado. Al día siguiente mi padre, mi hermano Odón y yo fuimos a ver los alrededores del Cuartel de la Montaña conquistado a sangre y fuego por las fuerzas de la República, en ese caso un puñado audaz de trabajadores que gracias a una decisión de Don José Giral, entonces presidente del gobierno, había recibido armas suficientes. No fue, creo, una decisión fácil.

Nuestra presencia en Madrid, en pleno verano, no era casual sino más bien culpable. No, por supuesto, culpa de mi padre, sino de Odón y mía. Ambos habíamos tenido algún fracasillo en los exámenes y entre el castigo y la necesidad de preparar los extraordinarios, nos habíamos quedado sin las vacaciones en San Rafael, un bello pueblo cercano donde ya se encontraban Mamá, Paz y Jorge.

Había estallado la guerra. Mi padre se trasladó de inmediato a San Rafael y no sin algún problema pudo traer a los veraneantes a Madrid.

Los exámenes de matemáticas y ciencias, mis dos fracasos, ya no los presentaría en Madrid, sino en Valencia en el Instituto Blasco Ibáñez. Antes pasamos unos meses en Barcelona, a donde llegamos el 4 o 5 de octubre, por tren y en la que permanecimos dos o tres meses, recuerdo que en un Hotel Euskalduna, de la Rambla de Cataluña. Allí conocería a Don Antonio Zozaya, un notable escritor que años después vendría también a México.

Las vicisitudes de la guerra nos llevaron de Valencia, de nuevo, a Barcelona, siguiendo los pasos del gobierno republicano pero después de la Batalla del Ebro, un éxito acompañado enseguida de un retroceso definitivo, las cosas no permitían optimismos y papá decidió trasladarnos a Banyuls-sur-mer, un pueblecito en el Pirineo Oriental francés. El prefería afrontar solo, sin angustias familiares, los problemas y volvió a España. Pasó definitivamente la frontera cuando a finales de 1938 o principios de 1939, vino la derrota del Frente de Cataluña y la pérdida definitiva de la guerra que aún continuó breves meses, hasta la ocupación de Madrid en medio de un ambiente de traición. El último parte de guerra se firmaría el 1o. de abril y prefiero no recordar su texto.

Entramos entonces a la etapa interminable del exilio que nos llevó a Toulouse y hace exactamente cincuenta y siete años, a París donde, al día siguiente de llegar, presenciamos la conmemoración del 150o. aniversario de la Revolución Francesa en un ambiente de preguerra evidente, el 14 de julio.

La guerra mundial estalló el 1o. de septiembre de 1939 y la ofensiva alemana sobre Bélgica, Holanda y Luxemburgo se produjo a partir del 10 de mayo de 1940, fecha desde entonces inolvidable. Las tropas alemanas, en un evidente error trágico, prefirieron desviarse hacia París, sin resistencias, que intentar en ese momento el paso del Canal. Lo pagarían con la derrota final.

Salimos de París los seis miembros de la familia, un poco milagrosamente, en tren hacia Burdeos, dos días antes de la llegada de los alemanes y allí nos embarcamos rumbo a América. El destino era Santo Domingo pero Trujillo no quiso recibir a los más de 500 españoles que íbamos en el Cuba y después de trámites angustiosos, en otro barco que zarpó de Martinica, el Saint Domingue, llegamos a Coatzacoalcos un 26 de julio de 1940, iniciando entre mil calores, humanos y de los otros, el exilio mexicano.

La confianza en que la victoria de los Aliados derrocaría a Franco se perdió en 1945, al concluir la guerra e iniciarse la guerra fría. Franco se convirtió en un aliado cómodo frente al comunismo. Volvimos a perder la guerra. El exilio parecía ya una etapa sin plazo fijo.

Perdimos la guerra por tercera y última vez en 1982 cuando el PSOE ganó arrolladoramente las elecciones. Las esperanzas de algunos exiliados, los pocos adultos que lo habían sido en la guerra, de ir a España a desempeñar alguna función, no tardaron en perderse, en ese momento en forma definitiva. El gobierno socialista no tenía intención alguna de rescatar a los antiguos refugiados.

Yo digo que desde entonces, el exilio español, integrado ya preferentemente por mi generación, los que llegamos al país entre los diez y los 20 años, se disolvió con la última esperanza fallida.

No fue gratuito ni casual. Porque instalada la democracia en España, como que desapareció una especie de compromiso no escrito de hacer algo por lograrla como, a lo largo de muchos años, se había intentado. Pero, además, había evidentes valores que en realidad nos preocupaban mucho más. Ya en el 68 la participación de muchachos refugiados o hijos de ellos había sido relevante. A partir de entonces, México nos llamó con la voz intensa de la experiencia de vida, de la preocupación de las cosas simples, de nuestro arraigo absoluto. Se rompió en esos momentos, largos por supuesto, el mito del exilio como también el mito de que la España peregrina aún contaba para España y, simplemente, asumimos plenas responsabilidades políticas en donde teníamos que hacerlo a pesar de las discriminaciones constitucionales contra los naturalizados.

México, con la solidaridad inteligente de Lázaro Cárdenas, nos había dado, sobre todo a nuestros padres, la posibilidad de vivir. El exilio respondió con trabajo y sentido de responsabilidad.

Pero la verdadera simbiosis vino muchos años después. Para mí, en lo profundo, se inició desde mucho antes, tan antes como en la fecha en que comencé el servicio militar, el 6 de enero de 1944, en la Tercera Compañía Divisionaria de Transmisiones y pude, por primera vez, rendir honores a la bandera de México como un soldado más. En la forma, desde el 23 de febrero de 1988 en que Felipe Remolina, entonces Director Jurídico de la Secretaría de Relaciones Exteriores, me entregó la constancia de ser mexicano.

Los tiempos intermedios parecen largos. Lo que pasa es que no es muy satisfactorio ser ciudadano de tercera.