Se realiza esta semana la primera visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), organismo intergubernamental, no privado, a nuestro país.
Por lo que se refiere a la situación de los Derechos Humanos su reconocimiento, vigencia y expectativas de mejoramiento, se puede afirmar que se trata de un acontecimiento histórico, si se tiene en cuenta que el gobierno mexicano era particularmente cuidadoso a la hora de admitir cualquier competencia de los organismos internacionales que pudieran incomodarlo.
En los hechos, México era uno de los pocos países que habían mantenido una posición de principios en relación con la no intervención y la lucha por la autodeterminación de los pueblos, así como por la defensa de la soberanía de las naciones. Pero esta posición principista había sido frecuentemente utilizada para impedirle a la comunidad internacional, concretamente a los organismos de Derechos Humanos de la OEA y de la ONU, la posibilidad de ejercicio de su jurisdicción en los asuntos de México, como pueden ser y de hecho han sido las violaciones graves de los Derechos Humanos, los evidentes fraudes electorales, el etnocidio, etcétera. La fundamentada recurrencia sin embargo de las organizaciones civiles a tales instancias, una vez que han sido agotados los recursos en el país, y dentro de las formas que se exigen, ha obligado a cambiar esa situación. Aunque en justicia deba reconocerse que tal posición de principios ha sido totalmente obviada por el gobierno a la hora de cumplir con fidelidad sin que a ello se le considere ``injerencia'' los mandatos de otros organismos, igualmente internacionales, como son el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM), o incluso de oficinas particulares dentro de los gabinetes económicos de gobiernos extranjeros: el Departamento del Tesoro de los Estados Unidos, por ejemplo. Y ello a pesar de que su intromisión sí lesione la soberanía nacional y sí constituya injerencia en los asuntos internos (qué otro asunto puede ser más interno que el plato de comida que se le niega a más de la mitad de la población, o la hipoteca que pesa sobre las ventas petroleras a futuro, para asegurar la devolución del ``préstamo'' del año pasado!).
No existe nada más dramático que ese pertinaz estado de esquizofrenia que se vive en las altas esferas de la política nacional.
Ahora bien, cuando el gobierno mexicano, en representación del soberano, que es el pueblo, suscribe un documento como la Declaración Americana de Deberes y Derechos del Hombre, en el mismo acto asume que su texto se incorpora a la legislación nacional, como ley de rango constitucional. Naturalmente que el organismo internacional rector del instrumento deberá asimismo tener competencia para examinar los asuntos que, siendo de su interés, ocurran en México. Y claro que también deberá contar con facultades para ejercer su derecho a juzgarlos y a emitir los juicios o recomendaciones que considere pertinentes, mismos que deberán ser acatados por los representantes mexicanos.
Sin embargo, aunque en la teoría las cosas deberían ser así, en la práctica puede ocurrir algo muy distinto. Algo parecido a lo que le sucede a quien siendo detenido abusivamente por algún agente de la policía, tras reclamar el respeto a la ley, escucha un sardónico ``aquí la ley soy yo''.
Podemos ahondar en todo lo anterior, y en mucho más, gracias a la lectura de dos libros de reciente aparición: Ensayos para una teoría política de la Constitución, de Adalberto Saldaña Harlow, edición de la Asociación Nacional de Abogados Democráticos (ANAD), y El nuevo Derecho Constitucional, barreras legales para la autarquía y la oligarquía, de Emilio Krieger (Editorial Grijalbo). Ambos autores se refieren a la esencia de la Constitución como decisión política del pueblo soberano, que adquiere ropaje jurídico para otorgarle obligatoriedad, y a que la Carta Magna constituye un acto político supremo de autodeterminación, en el que el pueblo expresa la voluntad general y busca su beneficio. Para ello se requiere, entre otras cosas, que efectivamente esté vigente en el país la democracia electoral; la democracia política; el derecho de reclamación, incluido el Ejecutivo Federal, a todas las autoridades, por parte de los gobernados; la división de poderes; la autonomía del órgano judicial y la práctica real del gobernante como mandatario, no como mandante, de la ciudadanía. Todo lo cual forma parte de la reforma del Estado que se busca, si de verdad se quiere el respeto a los Derechos Humanos en México.