Cuando se coloca a la competencia comercial como elemento central regulador de la economía, se observan por lo menos dos tipos de resultados. Por un lado, la competencia estimula cambios, notorios en el corto plazo, que tienden a disminuir los precios y a aumentar la eficiencia económica de las empresas. El que se deba buscar, bajo pena de perder el puesto de trabajo o del cierre de la empresa, la mayor utilidad inmediata, lleva a reducir gastos no indispensables para el logro de este objetivo, y a buscar una mayor productividad que, en muchos casos, implica inversiones.
Por otro lado, sin embargo, esto lleva a que las inversiones se concentren en las actividades económicas en las que la recuperación de la inversión y el pago del crédito puedan darse en plazos cortos. No hay seguridad sobre cuáles serán las condiciones económicas dentro de cinco o diez años, ni sobre cuáles serán los precios de venta de los bienes o servicios que la inversión en cuestión contribuirá a generar. Tampoco está claro si esta venta podrá darse en los volúmenes esperados. En particular, en áreas en las que se han dado medidas o incluso leyes desreguladoras, y éstas incluyen la prohibición de contratos de largo plazo para favorecer una mayor competencia, la posibilidad de asegurar el ingreso de largo plazo de un proyecto a financiar se reduce casi a cero.
Las actividades estratégicas para la economía de un país, las indispensables para el desarrollo económico en su conjunto, tienen, en general, largos plazos de recuperación de la inversión. La construcción de plantas de generación eléctrica, refinerías, siderúrgicas, complejos petroquímicos, etcétera, requiere largos plazos incluso para la construcción o concreción del proyecto, y dependen, para recuperar inversión y pagar créditos, de plazos del orden de diez años o incluso más. Con la motivación de obtener la máxima utilidad en el corto plazo, estas inversiones se frenan y a veces de plano se detienen. De ahí que, en plazos más largos, afloren las enormes limitaciones del mercado y de la competencia como elementos centrales de regulación económica.
Este problema no es nuevo. Junto con otros, llevó a la crisis de 1929-1933 y al abandono a escala mundial del mercado y la competencia como elementos reguladores centrales. Con muchas variantes, en todo el mundo se adoptaron formas de intervención del Estado en la vida económica para suplir las fallas del antiguo sistema. La experiencia fue mostrando que los mayores beneficios de esta intervención se daban precisamente en las ramas estratégicas con largos periodos de recuperación de la inversión. También fue mostrando que los mayores problemas de la intervención estatal en la economía se daban cuando se trataba de llevarla hasta las áreas en las que la actividad económica está más dispersa y es más difícil de planear centralizadamente.
En la década pasada, surgieron los supuestos grandes teóricos del liberalismo económico. Entre ellos hubo quienes declararon el fin de la historia. Se convirtió en elemento ideológico central el de que la intervención pública pertenecía al pasado y la modernidad era una nueva monarquía con el mercado en el trono y la competencia como su primer ministro. No podían, claro, ver el conjunto y verse a sí mismos como parte de un ciclo de largo plazo. Menos podían ver que si las formas existentes de intervención estatal funcionaron medio siglo antes de mostrar sus limitaciones, esta ola de liberalismo económico empezaría a entrar en crisis, sin haber abarcado en realidad a todo el mundo, al cabo de una década. De hecho, la región del mundo que más resistencia opuso a abrir la economía al exterior y a dejar al mercado como máximo regulador económico, fue la que más creció en este periodo: la de Asia Pacífico.
Incluso en Estados Unidos ha surgido una importante corriente favorable a alejarse de los esquemas que favorecieron el estancamiento económico en ese país y su evidente desventaja comercial frente a Europa, Japón y otros países del Lejano Oriente. Esta corriente tiene presencia en el gobierno, pero no ha llegado a predominar. Los complejos sistemas de toma de decisiones y el relativo equilibrio entre los poderes, especialmente desde que los republicanos lograron mayoría en las cámaras legislativas, ha frenado el proceso de cambio. También ha contribuido a ello la relativa autonomía de los estados, que ha permitido la adopción de medidas locales incluso contrarias al rumbo mencionado. Finalmente, entre quienes favorecen el cambio, no se ha construido un consenso en torno a la alternativa que debería reemplazar al liberalismo económico. Eso detiene el cambio porque, así como los liberales de los ochenta debían buscar medidas que trataran de superar los efectos más desastrosos de los anteriores modelos liberalizadores, hoy es indispensable contar con una alternativa de intervención y planeación públicas que busque superar por lo menos los elementos que más contribuyeron al agotamiento de las anteriores variantes en este campo.
En la medida en que no haya eventos del momento de los que sea preciso ocuparnos, en las siguientes semanas trataremos de ilustrar con algunos ejemplos el agotamiento de las actuales variantes ``neo'' liberales, y de plantear elementos de lo que debería contener una alternativa viable y actual. Hoy ya no se discute si el modelo se cambia o no, sino qué tanto se cambia.