PRESION INADMISIBLE

Entre presión y opresión existe una escasa diferencia y Colombia se encuentra en el caso de aprender en carne propia cuál es ésta ante la decisión de Estados Unidos de no concederle el visado al primer mandatario de ese país.

No es la primera vez que el gobierno de Washington ejerce ese tipo de presiones desestabilizadoras: lo hizo con el presidente cubano Fidel Castro, con el primer mandatario palestino Yasser Arafat y, en Sudamérica, con el presidente boliviano Jaime Paz Zamora (pero no, en cambio, con varios hombres fieles a Estados Unidos de Bolivia y de Panamá, entre otros países latinoamericanos, que estaban o están claramente enlazados con el narcotráfico). Es evidente que esta decisión provocará inquietud e incertidumbre y fuga de capitales en el país andino, debilitará su moneda y su economía y afectará no al narcotráfico, sino al pueblo colombiano, víctima directa de los vendedores de muerte.

Es igualmente obvio que esta voluntad de funcionar simultáneamente como juez, parte y gendarme, colocando un bloqueo allí, desestabilizando allá, descertificando aquí, aplicando sus leyes internas, como la Helms-Burton, acullá, viola abiertamente la letra y el espíritu de las resoluciones de las Naciones Unidas (refrendadas por el gobierno estadunidense) y de las leyes internacionales. El secretariado general de la ONU ya se ha apresurado a precisar al respecto que el presidente Ernesto Samper puede ir a Nueva York, al Palacio de Vidrio, cuando quiera, o sea, más concretamente, en septiembre, cuando en su carácter de presidente del grupo de los No Alineados deberá hablar ante la Asamblea General. Por su parte, diversos gobiernos han protestado, al igual que la Unión Europea, ante esta medida que juzgan peligrosa y excesiva y violatoria de la soberanía colombiana.

México, en el momento de la eventualidad de la descertificación (que entrañaba sanciones económicas indirectas), protestó con energía ante esta violación del principio de que sólo los propios pueblos, por sus medios legales, pueden juzgar la actuación de sus autoridades. Es lógico, por lo tanto, que defienda ahora el mismo principio en el caso colombiano.

Admitir, incluso tácitamente, que los tribunales de Estados Unidos puedan sustituir a la Corte de La Haya o las instancias jurídicas internacionales y que ante ellos deban ser juzgados los ciudadanos de otros países, víctimas de una extradición también violatoria de principios constitucionales de aquéllos, equivaldría a ayudar a colgar sobre la cabeza de todos una enorme espada de Damocles, pendiente de un hilo sutil que oscila con los aires de la política interna imperante en Washington. Sería como firmar la condena a todas las soberanías nacionales.