Decenas de millones de mexicanos y mexicanas en edad productiva, muchos de ellos con preparación profesional o técnica, carecen de empleo. Algunos, los menos, para sobrevivir se ven obligados a realizar tareas esporádicas, mal remuneradas y por debajo de sus capacidades laborales, en el sector informal. Otros, los más, sobreviven de milagro gracias al estrecho y solidario tejido social, comunitario y familiar que ha caracterizado a nuestro país.
La situación de estos conciudadanos no sólo implica una grave violación a un derecho fundamental el derecho al trabajosino que representa uno de los más graves riesgos junto con la pobreza extrema y la carencia de un sistema eficaz de procuración de justicia y seguridad públicapara la estabilidad política y social.
En forma por demás comprensible, cada desempleado vive su circunstancia no sólo como un trago amargo y exasperante, sino también como un agravio en su contra perpetrado por el país. La desesperación y la ira individual, multiplicada por millones, es un peligro sobre el cual el gobierno y la sociedad deben tomar conciencia.A la situación de por sí irritante del desempleo se agrega la tergiversación de las cifras y de los criterios con que la verdad oficial maneja el problema de la falta de puestos de trabajo. Los tecnicismos que permiten eliminar de las estadísticas a por lo menos nueve de cada diez desempleados son inaceptables para una sociedad que demanda transparencia, honradez y claridad en el manejo de los asuntos públicos. Las cuentas alegres son, en este terreno, un factor adicional de descrédito y escepticismo, en un momento en que la nación está urgida de credibilidad.
Por otra parte, a los costos sociales del sufrimiento de los desempleados y de sus familias debe agregarse que su situación implica un desperdicio injustificable de aptitudes, capacidades y conocimientos que el país no debiera permitirse en ninguna circunstancia, pero menos en estos momentos de penuria económica.
No está fuera de lugar, a este respecto, evocar las reflexiones que se hacían en 1992 Ira Magaziner, Richard Reich y otros ideólogos del entonces candidato presidencial Bill Clinton, en el sentido de que la riqueza principal de una nación no estriba en su planta productiva, que se vuelve obsoleta con rapidez creciente, ni en sus recursos financieros, los cuales obedecen a los vaivenes de la lógica del mercado global y pueden desvanecerse de un día para otro como los 70 mil millones de dólares que costó, según palabras presidenciales, la crisis actual del país, ni en sus recursos naturales, que se agotan y degradan, sino en su población. Un país se compone, antes que nada y por sobre todas las cosas, de su gente.En México la prioridad nacional debe ser el bienestar de la población, y para ello es necesario emprender una política económica que remonte los desastrosos efectos de la que se ha puesto en práctica de 1982 a la fecha y que ha sido incapaz de generar los puestos de trabajo que se requieren. Porque, como se ha señalado en estas páginas, si la economía no sirve a la gente, no sirve.