El asunto de la asociación entre corrupción y privatizaciones sigue ardiendo. Los legisladores del PAN y del PRD, en el seno de la Comisión Permanente del Congreso de la Unión, debatieron sobre el tema e hicieron peticiones para que se investiguen las privatizaciones. El diputado panista García Villa, según nos informan Ismael Romero y Ricardo Alemán en La Jornada de ayer, ``desmintió al presidente de la Comisión de Presupuesto, Antonio Sánchez Gochicoa'', quien había afirmado el martes que no había nada que averiguar sobre la privatización de Imevisión, puesto que la Cuenta Pública de 1993 ya estaba cerrada. El panista aclaró que esta venta nunca se auditó, ya que las auditorías se practican sólo a una muestra del gasto gubernamental. Los diputados del PRD, por su parte, pidieron que se investigue la privatización de todas las empresas públicas. Lo más probable, sin embargo, es que no se investigue nada. Ya Lozano Gracia exoneró a todos los empresarios, al declarar ``no hay otras personas involucradas en ilícitos'' (El Financiero, 11/07/96).
Conviene seguir reflexionando sobre el tema. La semana pasada hice la distinción entre empresas de interés colectivo y empresas de interés particular. Mientras señalé que no tenía sentido que el Estado fuera propietario de las segundas, hice notar que en las primeras había por lo menos tres razones para que estas empresas fuesen excluidas del régimen de propiedad privada, lo que no necesariamente equivale a proponer su estatización. Una de las razones es que se apropian recursos colectivos para fines privados, lo cual las hace caer en la definición de corrupción que define a ésta como la apropiación de lo público para fines privados. La segunda, ejemplificada con el caso de la banca, es que no cabe en este régimen de propiedad una empresa que no pueda quebrar. Una tercera razón, asociada a la anterior, es evitar la creación de monopolios privados, los cuales están explícitamente prohibidos en la Constitución.
Examinemos de cerca el asunto de las quiebras. Una de las razones por las cuales el capitalismo ha transformado radicalmente la faz de la tierra, y por la cual conserva un vigor muy grande, es lo que el gran economista Joseph Schumpeter llamaba su destructividad creadora. Esta consiste en que, vía la quiebra de las empresas no competitivas, en gran medida porque no fueron capaces de introducir las innovaciones tecnológicas y de gestión, desaparece lo viejo, lo ineficiente, dejando lugar a lo nuevo y más eficiente. Una especie de darwinismo empresarial que va logrando la supervivencia de los mejores y el desarrollo tecnológico. Esta sería la ventaja específica de la empresa privada, del capitalismo, de la economía de mercado. El riesgo de quiebra está asociado al riesgo de incurrir en pérdidas. Las empresas monopólicas (o incluso duopólicas) que, además, producen bienes o servicios para el mercado interno que no se pueden importar fácilmente (no son comercializables, se diría en la jerga de los economistas) que, por tanto, tampoco tienen competencia del exterior, tienen un riesgo de pérdidas casi igual a cero. Si la ganancia está garantizada, los empresarios dejan de ser intrépidos personajes y se convierten en pasivos rentistas.
Esta virtud del capitalismo, la destructividad creadora, contrasta con los graves males sociales del capitalismo, que se pueden resumir en la concentración de la propiedad y del ingreso y la pauperización, a escala mundial, de amplias capas de la población. Por ello una condición necesaria, aunque no suficiente, para privatizar sería que al hacerlo se genere la destructividad creadora. Esto equivale a que las empresas privatizadas queden sujetas al juego a muerte del mercado: ser competitivas o morir. Cuando esto no ocurre, porque la empresa es un monopolio (como Telmex) o duopolio (las empresas comerciales de televisión), sin competencia del exterior, o porque no se les deja quebrar (la banca), se pierde la ventaja específica del capitalismo, y entonces la comunidad no recibe ningún beneficio de la privatización, pero sí sus males.
Una de las características desventajosas del ``socialismo realmente existente'' era su incapacidad de destruir creativamente. En la Unión Soviética convivían, en una misma rama de la producción, fábricas con tecnología de la época zarista y otras muy modernas, incluso automatizadas. Esto, que podemos llamar el terror de la quiebra, caracterizó también a los gobiernos de México desde la posguerra hasta 1982: cualquier empresa privada de cierta importancia que amenazaba quebrar, era adquirida por el Estado, con el propósito de ``evitar la pérdida de la fuente de trabajo''. Hoy día el desmedido apoyo gubernamental para salvar la banca está produciendo, inevitablemente, una selección darwinista perversa, ya que se está garantizando que sigan manejando la banca empresarios que han demostrado a todas luces su incapacidad.