Es difícil decidir qué provoca más náusea: si las complicidades y corruptelas de magnates, políticos y tecnócratas, o la altanería y el cinismo con que siguen comportándose, sabedores de que sigue vigente la impunidad.
Para librarse de esa náusea, algunos renuncian pública y solemnemente a la lectura del periódico. En los casos más extremos he sido testigo de las extrañas veredas que toma ese juramento: algunos se lanzan a invertir 35 pesos a la semana para comprar el escapismo de la frívola revista Hola!; y los más desesperados rentan la serie completa de Rambo y cuentan el número de frases balbuceadas por Sylvester Stallone.
El alivio es efímero. No hay escape. La corrupción brota en cualquier conversación y en hechos cotidianos. A quién no se le ha amargado la boca al sentir que subsidia la corrupción o el dispendio cuando paga los impuestos, el teléfono o la luz, o cuando utiliza las carreteras de cuota más caras del mundo? Si la náusea es inevitable, hagamos un esfuerzo por manejarla entendiendo sus dinámicas.
Para dimensionar la gravedad de la corrupción salinista habría que averiguar si fue inferior o superior a sexenios tan famosos en esa categoría como el de Alemán, Eecheverría o López Portillo. Imposible decirlo, porque los miembros de esos gobiernos mantuvieron la ley del silencio, los medios de comunicación nacionales y extranjeros se hicieron de la vista gorda, y no había organizaciones sociales que presionaran por la verdad.
Con el salinismo se rompió la ley del silencio hecha famosa por la mafia italiana, y que los gobernantes mexicanos elevaron al virtuosismo de los grandes maestros. Corresponderá a historiadores futuros ponerle nombre o apellido al político o funcionario que empezó a abrir los candados de las mazmorras disciplinarias.
La segunda transformación se gesta en los medios de comunicación, en especial la prensa escrita. La sabiduría del autoritarismo mexicano se expresó en la prioridad que dieron al control de los medios (y de los intelectuales) a través de la corrupción, la cooptación o la coerción.
Eso terminó. Un número alto de medios y escritores están liberados de los controles y andan a la caza de exclusivas, acicateados por una competencia cada vez más intensa. En la ciudad de México La Jornada, El Financiero, Proceso, Reforma o El Universal se van alternando en una sinfonía de revelaciones que provocan reacciones en cadena entre magnates y políticos (la única institución que mantiene la flema es la Procuraduría General de la República, que actúa como si fuera bóveda bancaria, cuya única función fuera la de almacenar las declaraciones de los indiciados del salinismo). Hasta las dos cadenas de televisión privada se ensayan en la independencia, lanzándose lodo mientras violan los principios del periodismo profesional al confundir la información con la opinión.
Los medios actúan de esa manera porque están respondiendo a las exigencias sociales expresadas, por ejemplo, en las adopciones de funcionarios que está haciendo Alianza Cívica en diferentes partes del país; en las aclaraciones que hace Multivisión al informar que su dueño, Joaquín Vargas, se negó a aceptar las ofertas de Raúl Salinas; y en la información divulgada por el diputado independiente Adolfo Aguilar Zínser sobre un viejo caso que involucra los subsidios de Conasupo a la empresa Maseca. La corrupción ha dejado de ser funcional para sectores cada vez más amplios.
De manera simultánea, los sistemas judiciales de Estados Unidos, Suiza y México alimentan el escándalo con un goteo permanente de filtraciones, y los medios extranjeros rompen el tratamiento preferencial que por décadas otorgaron a los gobernantes mexicanos.
La magnitud de la corrupción, y la diversidad y número de personas e instituciones que la exhiben y combaten, auguran una larga temporada de revelaciones, en la cual es indispensable el máximo de rigor y profesionalismo en los medios. Sería también deseable que los empresarios involucrados (y el caso más obvio es el de Ricardo Salinas Pliego) le bajaran a su cínica altivez. Difícil es que lo hagan, sabedores de que la impunidad está garantizada por la incompetencia de las instituciones encargadas de velar por la legalidad y la moralidad públicas.
Así pues, el escándalo seguirá, y para que la náusea sea manejable hay que recordar que no existe cambio sin trauma, y que era peor nuestra falta de conciencia sobre lo que pasaba.