En meses recientes se han manifestado en el país brotes de violencia de diverso signo que representan, vistos en conjunto, una señal de alarma que debe ser analizada por el gobierno y por la sociedad.
En Chiapas proliferan enfrentamientos políticos y religiosos que desgarran el tejido social de diversas comunidades y que incluso parecen haber desplazado, como principal factor de riesgo de una confrontación, al conflicto derivado de la rebelión del primero de enero de 1994. En el norte del país, en Jalisco y en la ciudad de México, ha tenido lugar un número inquietante de ejecuciones extralegales asesinatos cuyas víctimas presentan tiro de gracia las cuales son en su mayor parte, se supone, resultado de ajustes de cuentas entre bandas de narcotraficantes. En las grandes ciudades pero también en múltiples zonas rurales y en diversas carreteras se incrementa la delincuencia común, la cual recurre a métodos cada vez más violentos. Hace dos semanas, en Aguas Blancas, Guerrero, se presentó un grupo armado de pretendida filiación guerrillera. Ayer se informó de la existencia de un grupo armado en la sierra norte de Puebla y de un grave enfrentamiento por posesión de tierras entre campesinos y ganaderos en San Andrés Tuxtla, Veracruz.
En suma: México vive, hoy, la más violenta situación en varias décadas.
En la circunstancia actual confluyen violencias de distinto signo. Algunas se originan en la marginación, la pobreza exasperante y el abandono en que se encuentra el agro. Otras tienen una orientación preponderantemente política. Padecemos, además, la violencia delictiva, que encuentra en la crisis económica y en la corrupción de las corporaciones policiales un caldo de cultivo propicio. Han de añadirse, además, los procedimientos consustancialmente violentos del narcotráfico, que responden a intereses internacionales tan turbios como poderosos.
En 1994 el país se encontró a no mucha distancia de una confrontación armada. El gobierno y los insurrectos chiapanecos, bajo una intensa presión de la sociedad, fueron capaces de detenerse y de congelar el conflicto. Hoy, si bien el riesgo de la guerra se ha atenuado en forma considerable y loable en la entidad sureña, persisten los focos, mucho más difusos pero también más numerosos, de confrontación. En todo caso, el desafío para la sociedad y para las autoridades no es menor que el de enero de hace dos años.
Para revertir esta situación se requiere de acciones económicas y sociales indispensables para reactivar la economía la del campo, principalmente; se hace necesario el reforzamiento del combate al narcotráfico y la moralización y saneamiento de las corporaciones policiales; se hace perentoria, la desactivación de las polarizaciones políticas y electorales en muchas regiones del país; se hace evidente la necesidad de que las Fuerzas Armadas actúen con moderación y respeto a la población civil en sus tareas en las diversas zonas rurales en las que han sido desplegados sus efectivos.
Al mismo tiempo, es necesario que cada ciudadano cobre conciencia del valor de la paz y desista de toda tentación violenta, sean cuales sean sus motivaciones.