Dice el lugar común que el humor es liberador. Nos libera de las tensiones, nos suelta, nos vuelve menos rígidos. Nada mejor que reírse de uno mismo, viéndose como otro, para librarse del yo odioso.
Pero el humor autocrítico es más bien infrecuente y la risa suele ser un reforzamiento de nuestras seguridades, prejuicios y limitaciones. Se ve muy bien en los chistes racistas, misóginos, homófobos, que nos aligeran porque liberan miedos, inseguridades, zonas ciegas íntimas, no porque nos libren de ellos. Se ve en el humor sectario: en los cartones editoriales de la prensa, en los sketches de Jesusa Rodríguez y Germán Dehesa. Nos reímos porque previamente estamos de acuerdo y para celebrar el lugar común en que nos encontramos, como si coreáramos consignas.
Foto: Guillermo Sologuren
Ver la manifestación sin sumarse a ella, estar en la fiesta sin participar de la ebriedad celebratoria, oír los chistes sin compartir sus presupuestos puede ser tedioso o irritante. Ocurre con las películas chinas; no sabemos cuándo reírnos. Ocurre con los cómicos de la televisión: nos parece que son unos idiotas.
Porque los idiotas siempre son los otros, como en el panfleto que han escrito Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner y Alvaro Vargas Llosa y que, curiosamente, no se ocupa del humor sectario de sus víctimas, que ha tenido y tiene un papel importantísimo en la cultura de nuestras clases ilustradas latinoamericanas. Es sintomático, porque su libro es precisamente una muestra de humor sectario, escrita con el fervor de los conversos. Esa es su gran limitación y, y a la vez, la clave de su enorme fortuna editorial. Su gran público lo forman los convencidos de antemano que comparten el objeto de las burlas, pero no va a convencer a los descreídos de la nueva fe, aunque irritará a más de uno.
Con toda razón, porque las simplificaciones de este nuevo humor sectario no son menos idiotas que las de su contraparte. Basta ver las declaraciones de Alvaro Vargas Llosa en la entrevista con Patricia Vega que publicó el viernes La Jornada. Con la misma falta de rigor conceptual que en su momento Octavio Paz le reprochó a Mario Vargas Llosa, Alvaro cree que un régimen autoritario es lo mismo que una dictadura y que ``el sistema mexicano era reprobable desde todo punto de vista''. Si así fuera, cómo explicar el crecimiento de la sociedad civil, el gran papel de la cultura de izquierda, la existencia de La Jornada? Una ``dictadura perfecta'' no dialoga con grupos guerrilleros, no permite la existencia de partidos políticos de oposición, no admite que un intelectual extranjero diga en televisión que el país en el que se encuentra es una dictadura perfecta.
Si Alvaro Vargas Llosa supiera algo de México no nos invitaría a revisar nuestra mitología histórica y a revalorar ``la experiencia liberal de Benito Juárez'' (una figura con muchos rasgos de corrupción y autoritarismo). Tampoco diría que ``en el caso mexicano la izquierda mexicana está haciendo una crítica al sistema, cosa que no hacen los intelectuales liberales''. Si entendemos, como él, que de un lado está la izquierda y del otro los liberales, la frase no se sostiene por ningún lado. Dónde quedan las críticas de Octavio Paz (El ogro filantrópico), Gabriel Zaid (La economía presidencial y Adiós al PRI), Enrique Krauze (Tiempo contado), Josué Sáenz (en numerosos artículos), Carlos Castillo Peraza (Disiento) y tantos más?
A menos que esos autores, ninguno de ellos sospechoso de izquierdismo, tampoco sean liberales para Alvaro Vargas Llosa. Es probable, porque lo que los autores del Manual del perfecto idiota latinoamericano entienden por liberalismo es de una estrechez que acaso sólo convenga a la política de la señora Thatcher. Pero el liberalismo, que no cuenta con una vulgata como la marxista y se alimenta en cambio de una tradición diversa y multifacética, no es una ortodoxia como la que ahora propugnan sus nuevos acólitos.
Es falso que el liberalismo sea sólo político: hay un liberalismo económico. También lo es, en más de un sentido, que el régimen de Carlos Salinas no haya sido --con sus contradicciones y sus aberraciones-- un régimen de corte liberal. No se lo puede descalificar en bloque, con una ligereza que recuerda a la de muchos editorialistas nacionales, ni desestimar la profundidad de sus reformas --todo ello en nombre de una ortodoxia fervorosa-- cuya visión de la realidad, en blanco y negro, prodiga un humor sectario que hace su fortuna riéndose de los otros, en una fiesta de conversos con nuevas convicciones pero el mismo espíritu gregario que sus antecesores. Estamos ante el nuevo idiota latinoamericano.