Rodolfo F. Peña
Guerrilla en la sombra

No sé nada, como casi todo mundo, del grupo armado que se autodenomina EPR. Pero el desconocimiento no puede llevar sino a la suspensión del juicio de valor a su respecto, o a la inevitable conjetura, mientras se dispone de una información esclarecedora, no a la condena o a la aceptación apriorísticas. Se entienden muy bien ciertos deslindes inmediatos y categóricos, como el de Cuauhtémoc Cárdenas y luego el del EZLN: en ambos casos la irrupción de los nuevos guerrilleros perturbaba seriamente una estrategia política definida y con expectativas de corto plazo (no es admisible que los objetivos políticos de otros, y toda guerrilla los tiene, en todas partes y en todo tiempo, atropellen los ritmos, los contenidos y los tiempos de la política propia).

Hay otros casos similares, pero abundan las adhesiones y rechazos puramente oportunistas.

Ciertamente, las conjeturas son poco útiles, como ha dicho Carlos Montemayor (La Jornada, ayer), quien conoce quizá como nadie en los medios pensantes la entraña de la guerrilla, principalmente en Guerrero; poco útiles, pero lo son, sobre todo en la etapa en que hay que guiarse por señales, y dependiendo de cómo se manejen esas señales. Por ahora, y aunque parezca perogrullada, el EPR no puede ser sino un auténtico grupo de guerrilleros, cuya evaluación, lo favorezca o no, tendría que ser consecuente con ese carácter, o un grupo organizado por quién sabe quiénes con fines de provocación, lo que nos colocaría ante un indicio más de descomposición social y política. Uno puede quebrarse concienzudamente la cabeza y acabar por encontrar razones de peso para abonar una y otra hipótesis.

Lo cierto es que las condiciones sociales del Guerrero largamente torturado, martirizado y despreciado al alimón por sus propios gobernantes caciquiles y por esa entidad moral que es la Federación, dan para que surjan una y otra vez guerrilleros auténticos, que no deben ser juzgados por su discurso, generalmente rudimentario, sino como expresión de una realidad desesperante en la que no se ven salidas, al igual que provocadores cuya función es atraer a las fuerzas represivas, justificar su presencia masiva y mantener las cosas en el estado en que se encuentran.

Si dentro de poco puede establecerse la identidad auténticamente guerrillera del EPR, habrá que discutir públicamente con su gente sobre la idoneidad de la lucha armada para lograr la transformación del país, y acaso convencerlos de que se sumen a otros esfuerzos políticos de acción abierta y no violenta. Si su identidad real es otra, entonces habrá que descalificar sin contemplaciones a quienes recurren a la provocación para alcanzar efectos políticos que no concuerdan con las reformas ofrecidas ni con el discurso que reiteradamente incita al diálogo.

Está dándose una tendencia sana a reprobar el uso de la violencia. Se dice frecuentemente: toda violencia engendra violencia. Pero sobre este tema, que no es tan simple, podría escribirse un extenso tratado. Hay ciertas formas de violencia no del todo reprobables, como la weberianamente llamada violencia legítima que el Estado monopoliza para mantener las relaciones de poder y las condiciones de convivencia; aun ésta, en las naciones civilizadas y democráticas está acotada y controlada por la ley y exige el consenso de los gobernados. Como sea, no toda la violencia tiene que ver con el empleo de instrumentos de tortura física o de armas de muerte.

La violencia inmensurable que se ha ejercido contra el pueblo pobre de Guerrero, con la que se ha querido doblegar enteramente su voluntad, adopta las formas propias de la policía y el ejército, como en Aguas Blancas, pero también las de la economía opresiva, el regateo sistemático de horizontes de vida, la corrupción del aparato administrativo y de justicia, la ausencia de libertades y derechos políticos y hasta la burla cuando se reparten impunidades entre victimarios indefendibles e irredimibles. De esta violencia se sigue la otra, la de la guerrilla y hasta la del terrorismo. Sea o no auténtico el EPR, las condiciones de violencia están incrementándose peligrosamente, con la militarización rutinaria y excesiva de la zona, a expensas, una vez más, de los guerrerenses.