La a veces severa crítica a la democracia formal o parlamentaria ha sido intermitente durante este siglo; desde el socialismo marxista, que la tildó de democracia burguesa, hasta el social-cristianismo, que por voz de Emmanuel Mounier la tachó de elitista y fórmula para disimular a la plutocracia.
Se ha dicho que reducir el ejercicio de la soberanía a la participación periódica del pueblo en elecciones cada equis número de años, es una falsificación de la democracia, en el último de los casos una fórmula aún imperfecta, que con el correr del tiempo debe dar lugar a una democracia más pura, en la que las principales determinaciones, las más trascendentes, las tome la ciudadanía directamente y no los representantes, que a fin de cuentas no son más que eso, mandatarios que actúan a nombre de otro, del verdadero titular de los derechos soberanos: el pueblo.
En las largas negociaciones hacia la reforma electoral, que podría o debería ser la antesala de la reforma del Estado, la gran ausente ha sido la democracia directa. Por no dejar, se ha mencionado sin profundizar al plebiscito, y se han dejado fuera la iniciativa popular, la acción popular y la revocación del mandato, fórmulas todas pero especialmente esta última que dejarían poco espacio a la rumorología actual.
Lo cierto es que la forma de afrontar el cambio y la intención de transitar a la democracia a partir de pláticas, mesas y concertaciones de carácter cupular, no es el camino más democrático. Y a la democracia hay que transitar por vías precisamente democráticas.
Que unos pocos decidan por todos, que otros hagan la política por nuestra cuenta, no es algo que se pueda aceptar si se tiene una convicción democrática.
Si los concertadores y negociadores de la reforma quieren una salida aceptable para todos, deben pensar más en la democracia participativa, con sus múltiples instituciones en las que se debe crear, si es necesario, y profundizar. Por tanto, deben pensar menos en fórmulas que aseguren posiciones partidistas o que tan sólo refuercen o perfeccionen la democracia representativa. Esta es necesaria, pero su perfección está en la democracia directa y participativa.
Se atribuye a Hitler la idea de que llegará el día en que gobernará al mundo una cofradía de dueños y señores. Tal concepto elitista, que deja las decisiones en manos de unos pocos, es exactamente la fórmula contrapuesta a la democracia. Quienes están en el proceso de la reforma deben ampliar y no cerrar espacios, pensar en el bien de todos y no sólo en posiciones partidistas; recordar que no son integrantes de una cofradía de dueños y señores, sino tan sólo mandatarios del pueblo.