La reforma electoral es una de las cuestiones más importantes de la agenda política del país. El conjunto de ``conclusiones'' de Bucareli abre brechas nuevas al avance democrático del país. Por supuesto que la transición democrática, en su sentido más radical, supone muchos otros temas que no están contenidos en esas ``conclusiones''.
La cuestión de las limitaciones al poder presidencial y la independencia de los poderes, para no hablar del desmantelamiento de la integración corporativa de los sindicatos al partido del Estado, serían otros aspectos fundamentales de un cambio de fondo. Y, por supuesto, no la ``sana distancia'' del PRI respecto del gobierno, sino la eventual conversión de éste último en un verdadero partido independiente de la función del jefe del Estado (por definición la Presidencia lo es de todos los mexicanos), abandonando su papel también ``corporativo'' de ``órgano electoral'' e inclusive de agencia de ``colocaciones'' de la clase política.
Ha de repetirse igualmente que sin un Estado de derecho y sin la plena vigencia de la ley la democracia es utopía, como es irrealizable allí donde impera la corrupción de la función pública. Hace unas semanas, en una encuesta mundial entre empresarios, la revista The Economist colocó a México en uno de los lugares más bajos, como un país en que las inversiones y la realización de negocios, en una proporción enorme, sólo tenía lugar mediante ``gratificaciones'' por debajo de la mesa a los funcionarios públicos.
Todas estas y otras más son tareas pendientes de la transición y es trabajo enorme llevarlas a cabo. Estamos en un terreno gradualista, sin embargo, y deberá todavía combinarse presión y movilización social, capacidad de negociación de los partidos y lucidez de los dirigentes para llevar a buen fin las reformas necesarias.
Lo que resulta punto menos que increíble es que, a estas alturas de la historia, todavía existan tamañas resistencias, digamos oscurantistas, al interior del PRI. Todavía insistiendo en el inmovilismo, en la defensa de un pasado hecho añicos por las nuevas necesidades políticas y sociales, y en esquemas que procuran prolongar un pasado que no tiene ya base de sustentación. Un pasado sin fundamento pero que es el origen de las canonjías y las prebendas: un pasado, pues, de intereses muy concretos.
El retraso de las fechas de la asamblea general del PRI, la oposición o los ``melindres'' de diputados sobre acuerdos previos de la dirección de ese partido sobre la reforma electoral, revelan las contradicciones en que se debate el PRI y la actividad de un bunker que absolutamente se opone al cambio del país. Ese bunker es, sin duda, la pieza de resistencia de nuestro pasado político más autoritario, de la verticalidad del sistema, de la ``integración'' de la política nacional a un solo mando inapelable. Significa, en suma y en sentido propio, la negación de la política y de la historia: es la fuerza principal que obstaculiza la transición democrática en México.
Al bunker, en sentido preciso, no ha llegado la secularización que ha vivido la sociedad mexicana a lo largo del siglo.
En un mundo de presiones, que siempre es materia viva de la política, un bunker de esa naturaleza ha de ser vencido desde muchos lados: es obvio que también desde el interior del PRI, por todas aquellas fuerzas que inclusive ven su prolongación en el cambio y no en el inmovilismo. Y, por supuesto, por la presión unificada de los demás partidos y organizaciones sociales que luchan por el cambio y la transición.
El presidente Zedillo ha dado luz verde a las modificaciones constitucionales y legales de la reforma electoral. Pero decimos nosotros, dicen muchos: no es suficiente su ``empuje''; la influencia de la Presidencia en favor de la reforma electoral y del Estado debiera ser mucho mayor. Así es el país y no puede ocultarse, desde luego. Cuando se habla de liderazgo o de ausencia de liderazgo, en el fondo se pide una definición mucho más militante del Presidente en favor de los cambios sustantivos imprescindibles del cambio político en México.
Ahora el Presidente parece estar dispuesto a discutir sobre los rumbos de la política económica. Si fuera así, con espíritu abierto y receptivo, esa discusión sería parte de la transición en un sentido más amplio y no solamente en su significado estrechamente político. Esa ``apertura'' de discusión de nuevos temas cruciales para los mexicanos debiera también completarse con la presión presidencial sobre el ``bunker'' defensor del pasado. Serían avances sustantivos, no sólo retóricos y serviles, en su recuperación de la confianza nacional.
Entretanto, y sin esperar a que ello suceda, la presión de la sociedad y los partidos debiera ser determinante para avanzar lo más posible hoy en la reforma electoral, mañana en la reforma del Estado. Este es un aspecto absolutamente fundamental de la verdadera modernización de México.