Luis Hernández Navarro
Chiapas: cosecha sangrienta

Como sucede regularmente cada vez que el Diálogo de San Andrés avanza, la solución parcial a la crisis precipitada por las sentencias contra Elorriaga y Entzin y la realización del Foro sobre Democracia y Justicia, han sido acompañadas por una oleada de hechos sangrientos dentro de Chiapas. En menos de 10 días once personas perdieron la vida en sucesos sangrientos en los municipios de Tila, Sabanilla y Simojovel. Con ello la lista de muertos desde comienzos de este año como resultado de desalojos, enfrentamientos y emboscadas llegó a 31.

Ciertamente la violencia en ese estado no es un hecho novedoso. Diversos reportes de organismos defensores de derechos humanos a lo largo de los últimos 12 años han informado detalladamente de asesinatos y encarcelamientos de una multitud de dirigentes campesinos. De la misma manera, desde 1974, particularmente en Chamula, el cacicazgo indígena ha expulsado a sus opositores de manera violenta.

Sin embargo, la violencia en la entidad se ha agravado a partir de la ofensiva militar contra el EZLN de febrero de 1995. Desde esa fecha han aparecido grupos paramilitares ligados a los grupos de poder locales. Estos grupos se distinguen de las guardias blancas que operan en el estado en regiones como Jaltenango, La Concordia, Chicomuselo organizados por caciques de viejo cuño como los Orantes y los Ruiz, o en el Soconusco fomentados por empresarios agroindustriales ``modernos'', regiones formadas mayoritariamente por indígenas. Así las cosas, si las acciones de las guardias blancas contra los campesinos aparecen ante la opinión pública como un enfrentamiento de clase, la violencia de grupos como Paz y Justicia y los Chinchulines y varios otros más sin nombre público se presenta como conflicto entre indios que pertenecen a distintos partidos políticos.

La violencia en la región Altos-Norte surge de un contexto preciso. Primero, del agotamiento del papel que la región jugó como reserva de mano de obra indígena para las fincas y plantaciones de otras zonas. Ello ha implicado el agravamiento de las condiciones de pobreza y la carencia de perspectivas de empleo. Segundo, de una solución parcial e inadecuada del problema agrario, alrededor de dotaciones empalmadas, inseguridad en la tenencia de la tierra y solicitudes de reparto o ampliación no satisfechas. Tercero, de una larga historia de agravios y humillaciones a manos de los finqueros. Cuarto, del copamiento de los canales de comercialización, distribución de insumos y crédito por parte de los antiguos finqueros.

La lucha agraria a partir de 1974 trastocó la estructura de poder en la región. Las tomas de tierra en Tila, Sabanilla y el Bosque, los intentos de sindicalización en Simojovel y los repartos de tierras desmantelaron las bases de poder tradicional de los antiguos finqueros. En el norte del estado, sin embargo, no cambiaron drásticamente la relación de fuerzas que habían establecido desde Yajalón, cacicazgos como el de los Utrilla. Estos cacicazgos construyeron redes de poder al interior de los municipios y comunidades de la región como pequeños sistemas solares, en torno a dirigentes indígenas o comerciantes ladinos, usando para ello las estructuras de la CNC.

El avance de la lucha comunitaria a partir de enero de 1994 colocó a estos cacicazgos y sus satélites locales ``contra la pared''. Su respuesta para enfrentar el desbordamiento popular ha sido el uso recurrente de la violencia, organizando para ello grupos paramilitares, con los indígenas que forman parte de las redes de poder tradicional y militan en las filas del PRI.

Obviamente, para su funcionamiento requieren de financiamiento, complicidad e impunidad. La obtienen a partir de una intrincada red de apoyadores como los diputados que forman parte de la ``Banda del Pañal'', y de funcionarios gubernamentales. La pugna entre los distintos grupos de la clase política chiapaneca por el poder estatal es de tal magnitud, que muchos de ellos ven en estas fuerzas regionales factores de poder a los que tienen que aliarse si quieren sobrevivir. Tienen en ellos, además, un instrumento inigualable para ``meterse'' al proceso de negociación con el EZLN o para presionar por una agenda. Les basta, como ha sucedido intermitentemente, abrir la llave de la violencia.

La pacificación en Chiapas requiere detener la cosecha sangrienta. Sólo desarmando y disolviendo estas bandas y castigando a sus financiadores y apoyadores, el gobierno estatal podrá demostrar que no está ligado a ellas. De mantenerse la impunidad con la que hasta ahora han actuado, no quedarán dudas de los vínculos que hay entre unos y otros.