MAR DE HISTORIAS Cristina Pacheco
Pérdidas y ganancias
MAR DE HISTORIAS Cristina Pacheco
Pérdidas y ganancias
``Te acompaño en tu dolor'', ``Deveras, no sabes cuánto lo sentimos'', ``Hay que seguir adelante, hermano'', le dicen sus compañeros a Fermín. Quieren solidarizarse y darle la bienvenida después de la semana en que estuvo ausente del trabajo. El les agradece con voz débil. También su forma de caminar es incierta. Quien lo vea por primera vez podría suponer que el hombre acaba de salir de una larga convalecencia.
``Dios sabe lo que hace'', le musita una empleada de intendencia cuando Fermín pasa rumbo a los elevadores. El le responde con una sonrisa hueca. Oprime el botón del tablero. Una flechita roja se enciende. Su brillo le recuerda a Fermín el de las veladoras colocadas en los cuatro ángulos del ataúd donde veló a Gerardo, su hijo mayor. Capilla cuatro. Dile a mamita que ya no llore, que yo también la quiero. Para escapar de las imágenes en que se confunden los rostros de su mujer y de sus hijos, Fermín da media vuelta y se encamina a la escalera. Va al cuarto piso. Allí está la oficina del patrón. ``El señor Meléndez quiere verte antes de que empieces el turno'', le informó un día antes Rosy, la secretaría.
``El patrón quiere verte''. Esta diferencia es nueva para Fermín. Siempre que pidió entrevistarse con el señor Meléndez tuvo que insistir muchas veces y resignarse a prolongadas antesalas. Así ocurrió inclusive el día que subió para agradecerle que hubiera contratado a su hijo Gerardo: ``Patrón, le aseguro que no le va a fallar. No es porque sea mi hijo, pero...'' El señor Meléndez cortó el discurso de Fermín dándole tres palmaditas en el hombro: ``Ya lo sé, hombre, ya lo sé. Ahora déjate de cuentos y vete a ponerle buen ejemplo a tu muchacho''.
Fermín se detiene a mitad de la escalera. Le falta valor para seguir por el camino que hace apenas dos meses recorrió acompañado de su hijo. Era viernes, día de raya. En la caja estaban sus compañeros de sección. En cuanto Gerardo firmó la nómina todos gritaron: ``Chelas, chelas; que dispare las chelas''. En vano Fermín quiso impedir la visita a la cantina. Después lo celebró. nunca antes había estado allí con Gerardo, fue inútil el disimulo con que estuvo vigilándolo para que no se excediera en la bebida. Alguien le aconsejó: ``Fermín, deja de cuidarlo. Ya no es un niño''. Esas palabras y las alusiones de su hijo a las mujeres lo enfrentaron a la realidad: ``Ya es un hombre y yo me estoy haciendo viejo: es la ley de la vida''.
Esa noche, después de hacerle el amor a Paulina, su mujer, Fermín le confesó sus pensamientos. Ella lo abrazó con ternura: ``Oye, ¿qué se sentirá cuando nacen los nietos?'' El le respondió: ``No le hagas. Ahorita pídele a Dios que aquél no vaya a casarse. Deja que tan siquiera me ayude con los gastos un tiempecito''. Paulina se sintió orgullosa de Gerardo: ``¿Ves cómo es cierto lo que yo te decía? Dios nos mandó tanto hijo para que nunca falte quien te eche una manita. El Señor sabe lo que hace''.
Por todos son diez. Gerardo es el mayor, patrón, le dijo Fermín al señor Meléndez la primera vez que subió a verlo para suplicarle que le diera oportunidad de incorporar a Gerardo en algún área de la constructora. El patrón se negó, aludiendo a la política de la empresa: ``No me gusta contratar gente de la misma familia porque luego comienzan los enjuagues''. Fermín prometió que no encubriría a su hijo en caso de que cometiera una falta.
El señor Meléndez siguió irreductible y a Fermín no le quedó otro remedio que decirle la verdad: ``Necesito que el muchacho me ayude. Solo no puedo con los gastos de la casa''. Fue aún más explicito: confesó que Paulina había quedado mal del último parto, tomaba medicinas costosas y su salario era apenas suficiente para la comida y la escuela de sus hijos: ``Quiero que al menos lleguen a la prepa porque ahora es muy indispensable''.
El señor Meléndez se mostró al fin interesado: ``¿Pero cuántos hijos tienes?''. Cuando se enteró de que eran diez, le hizo bromas a Fermín y acabó por aconsejarle que se comprara un televisor, Fermín dijo que tenía uno: ``Lo malo es el tren. Pasa a media noche me despierta y entonces ¿qué quiere que haga si no juntarme con mi mujer?'' En ese momento Rosy entró con una tarjetita y la puso en las manos de su jefe. Al hombre se le iluminaron los ojos y comentó discretamente: ``Dígale que paso por ella a las tres''. Desde ese momento la charla fue más ligera y el señor Meléndez acabó por acceder a los ruegos de Fermín: ``Está bien. En cuanto sea posible voy a darle una oportunidad a tu muchacho, pero si falla...''
Fermín salió de la oficina radiante y bendiciendo a la belleza capaz de poner en el mejor de los humores al patrón.
Antes de entrar en la antesala Fermín se quita el casco y comprueba que sus botas de goma estén limpias. Rosy lo mira sonriendo y se dispone a informar de su presencia al señor Meléndez, que en ese momento aparece en la puerta de su despacho:
--Fermín ¿qué haces allí, hombre? Pásale. Quiero hablar contigo. Rosy, no me interrumpa con llamadas. Ah, y tráigame un té. ¿Quieres tomar algo?
Fermín niega con la cabeza. Al entrar en la oficina se da cuenta de que todo está igual que la última vez en que la visitó --persianas azules, palmas deshidratadas, volúmenes del Diario Oficial, fotos de familias en los libreros-- y sin embargo le parece inhóspita y horrible. El señor Meléndez lo invita a ocupar el sillón próximo al escritorio:
--Fermín, sentí mucho no poder acompañarte al velorio de tu hijo.
--No se preocupe. Mi señora y yo quedamos muy agradecidos por la corona y por...
--Si vas a hablar del préstamo, olvídalo. Ya habrá tiempo de que veamos eso.
--La cosa es que usté sepa que pienso pagárselo bien rápido, si es que me dan horas extras... digo, si puede y si no, pos a ver cómo le hago pero de todas formas, gracias.
--Déjate de agradecimientos. Lo que quiero es que me digas cómo te sientes, si crees que ya puedes trabajar.
--Pos sí, digo; si no, no estaría aquí.
--Voy a ser muy sincero: tu trabajo es peligroso, exige concentración y si estás pensando en tus cosas podrías tener un accidente. El de Gerardo fue el primero y de mi cuenta corre que sea el último.
--¿Cómo ve? El primero y haberle tocado a mi muchacho. Nomás de pensarlo me dan ganas de llorar.
--Llora si quieres, ¿por qué no?, pero que no te ciegue el sentimiento: lo que sucedió no fue mala suerte sino descuido. Si tu hijo se hubiera puesto el casco no se habría matado.
--Pero ¿cómo no, patrón? Se cayó de bien alto, usté lo sabe.
--Claro que lo sé, pero no hay que insistir más en eso. Lo pasado pasó y nadie puede cambiarlo. Ahorita lo que importa es que olvides todo eso.
--Le hago la lucha, patrón; me cae que le hago la lucha, pero no puedo.
--Tienes que poder. Demuéstrale a tu familia que te importa, que la quieres. Por cierto ¿cómo está?
--Mal, muy mal, sobre todo Paulina. Tengo miedo de que se vuelva loca. Se la pasa preguntándome por qué Dios nos mandó un dolor tan grande.
--Y tú ¿qué le contestas?
--No se me ocurre nada. ¿Qué le contestaría usté?
--Pues que Dios sabe lo que hace.
--Eso me acaba de decir una de intendencia.
--Y mira que no nos pusimos de acuerdo, eso significa que tenemos razón. La cosa es muy clara: Dios, al darse cuenta de las dificultades que tenías para mantener a tantos hijos, tuvo piedad de ti y te aligeró la carga. Gracias a eso en algo mejoró tu situación.
--La verdá, no entiendo, explíqueme.
-Mira, antes te preocupabas por diez hijos. De ahora en adelante sólo te preocuparás por por nueve. Saliste ganando. Te felicito