La designación de miembros del Ejército al frente de la Secretaría de Seguridad Pública del Distrito Federal ha suscitado numerosas y muy diversas opiniones. Conviene preguntarnos si esos cambios están justificados y tienen posibilidades de atender con eficacia las necesidades de la población en materia de seguridad, esto es, de proteger la vida y propiedad de las personas y, al mismo tiempo, de garantizar sus libertades y derechos civiles y políticos.
Podemos partir de dos ideas generalizadas: el incremento escandaloso de la delincuencia y la incapacidad e inoperancia de las estrategias del ex secretario, David Garay. Con relación a la primera baste decir que en los últimos años todos hemos visto o conocido de asaltos, robos, crímenes o secuestros, con una frecuencia que nuestros abuelos no imaginaron, que involucran en ocasiones a policías o ex policías, y que las estadísticas tienen bien registrados. Respecto a las políticas de Garay tomemos en cuenta la imposición del sistema de retenes y redadas que de manera flagrante violó las garantías individuales (especialmente la de libre tránsito) y que provocó la protesta unánime de partidos políticos y ciudadanos; sumemos el programa de comunicación masiva que daba la impresión de dejar en el habitante toda la responsabilidad de la seguridad pública, y concluyamos con la represión que se ejerció contra todo tipo de manifestantes, atentando contra la libertad de expresión política. Podemos decir que todos coincidimos en la urgente necesidad de cambiar al jefe de policía, es decir, en la evidencia de la enfermedad. En lo que no coincidimos es en la receta aplicada: la militarización de la policía.
Quienes han defendido el relevo militar en la Secretaría de Seguridad hablan de la implantación de la disciplina y la institucionalidad (lealtad, según los soldados), virtudes propias del Ejército y que se supone reducirán los márgenes de corrupción y aumentarán el rendimiento de la corporación. Entre estos apologistas de la mano dura algunos verán la medida como un mal necesario y otros como un bien que era obligatorio, si queríamos disfrutar de mejores niveles de seguridad.
El hecho es que la disciplina y la lealtad no garantizan la seguridad y la vida democrática. En las jornadas sangrientas del 68 el gobierno aludió con frecuencia a esas virtudes mientras reprimía a los estudiantes. No podemo concluir que es mejor la indisciplina y la deslealtad, pero sí podemos advertir que para cumplir las tareas de la Secretaría de Seguridad no basta con la aplicación ciega de la disciplina y lealtad militares.
El mando de oficiales del Ejército no garantiza seguridad y libertades políticas en la ciudad, antes bien, reduce los márgenes de la democracia en la medida en que responde a decisiones centralizadas y autoritarias, como las que se cuestionaron en la administración de Garay. No informar al pleno de la Asamblea de Representantes del Distrito Federal de sus primeras estrategias, aunque sí lo hizo con los representantes del PRI, constituye una muestra del estilo militar que ya ejerce el general Salgado.
Desafortunada ha sido la decisión de nombrar a un militar al frente de la policía capitalina. En el conjunto de la administración pública bien pudo encontrarse un sustituto civil para Garay, con capacidad para ordenar a la policía y garantizar libertades individuales y colectivas. La designación de militares no sólo nace del fracaso de Garay, sino de una inclinación política específica, la del autoritarismo.
Hoy la ciudad vive condiciones de emergencia en materia de seguridad. Es necesario profesionalizar a la policía, sanearla, incrementarla, tecnificarla, hacerla mucho más eficiente. Para eso existen sistemas administrativos y políticos de carrera. Al mismo tiempo es indispensable, irrenunciable diríamos, profundizar y extender el ejercicio de las libertades democráticas, como la de manifestación pública. Frente a ello, la disciplina y la lealtad del Ejército (que en el fondo significan maquinización, y que pueden estar al servicio de las causas más dictatoriales) constituyen una verdadera amenaza social y un retroceso político.